EL mensaje llegó del barrio más grande jamás ideado: Estados Unidos. Allí fue donde Abraham Lincoln pronunció su célebre sentencia: todos los hombres nacen iguales, pero es la última vez que lo son. ¿Ocurre lo mismo con los barrios? Esa es la pregunta candente, la cuestión en llamas en el análisis del pacto por los barrios en Bilbao. El debate oscila entre la igualdad de oportunidades que han de ofrecerse, el equilibrio de derechos que han de otorgarse y la diversidad sobre cómo actúa cada barrio, si hace y se deja hacer. Digamos que es de recibo ser escrupulosos con el cuerpo de los barrios, claro. Pero que no está claro si hay que ser milimétricos con el alma de cada barrio, tan dispares, tan diferentes. Unos bohemios y otros obreros, unos oficinistas y otros comerciales; unos barrio-dormitorio y otros ecológicos.

El pacto, sobre el papel, busca que se produzca la cohesión en lo social, en lo económico y lo urbano pero que se mantenga la diferencia, el latido de cada cual. Quieren que se iguale en infraestructuras, en las ofertas culturales, en los servicios básicos, en el acceso a la biodiversidad. El mensaje es blanco, cristalino. Es la voz de los justos. ¿Por qué, entonces, esa pelea de gallos?

Nosotros, los ciudadanos de barrio, cada uno del cual miramos la disputa boquiabiertos. ¿Acaso no hablan entre sí los políticos cuando se cruzan en los pasillos, cuando se sientan en la mismas mesas, cuando se visitan de despacho en despacho? Y si no hablan entre sí, ¿qué hacen? Desde una orilla ponen el grito en el cielo: piden y piden para los barrios y cuando se habla de ello callan y niegan. Desde la otra orilla denuncian que no se ha escuchado su voz. Como tantas veces ocurre, cada uno arrima el ascua a su sardina con un único objetivo: comérsela.

La diferencia es que unos proponen y otros niegan. ¿Acaso no se puede llegar a un acuerdo de mínimos y luego ir modificándolo todo? Porque en ese tira y afloja, los vecinos, sean del barrio que sean, pierden.