observando la política española se quitan las ganas de hacer análisis. Parecía que no se podía ir más allá, pero hete aquí que con el Gobierno de Sánchez ya se ha batido otro récords de ridículo por no decir algo más grueso: un ministro que dimite al de una semana de estar en el cargo, precisamente por haber incurrido en lo que su presidente decía inaceptable para estar en La Moncloa. Digan lo que digan, defraudar con sociedades interpuestas es defraudar, antes y ahora.

A estas alturas ya no merece la pena hablar más de un ministro tan efímero que podría figurar en los récords Guinness. Lo malo es que, desgraciadamente, no es un caso aislado en esa España de tan poca seriedad donde parece primar más el espectáculo al modo de Telecinco que la responsabilidad en la profundización y desarrollo de la democracia. Cuando la política funciona por intereses espurios y no necesariamente decentes y utiliza toda suerte de resortes, incluidos los tribunales, los resultados siempre son negativos y el futuro cada vez más incierto.

Efectivamente está muy mal que el PP actúe vengativamente y haga guerra de guerrillas contra quienes le quitaron el poder; fundamentalmente porque demuestra nulo talante democrático, mucho apego al poder que ha permitido los entramados de corrupción y ningún respeto a la ciudadanía porque una cosa es la oposición política y otra intentar destrozarlo todo para que las cosas vayan peor en beneficio propio.

La mayoría del Congreso que apoyó a Pedro Sánchez lo hizo tras la sentencia del caso Gürtel: había que desalojar a ese PP de Mariano Rajoy que seguirá llenando los periódicos con episodios de corrupción, pues les faltan unos cuantos juicios.

El Gobierno Sánchez era, y es, una incógnita. Sin embargo, parece claro que la cuestión nacional vasca no va a tener ese aliado en Madrid. Muy al contrario, pues resulta difícil imaginar cambios en la dirección de esa política ultraespañola y centralizadora en la que han ido de la mano PSOE y PP.

No obstante, pronto se deberían comenzar a ver señales claras en cuestiones que ha utilizado ese partido en su discurso de oposición, comprometiendo a quienes se llaman socialistas. Véanse, por ejemplo, la abolición de la llamada ley mordaza que vulnera la libertad de expresión, la derogación de la reforma laboral y otras normas que han favorecido la precarización y utilización abusiva por una parte del empresariado, el empobrecimiento general o la migración de nuestra juventud, así como romper con el largo etcétera de las políticas liberales, de derechas y no igualitarias. Una lista relativamente fácil de cumplir por el PSOE, de quererlo.

Hoy se celebra en Iruñea una manifestación contra la sentencia desproporcionada e injusta contra los jóvenes de Altsasu que, seguro, será un nuevo éxito. Esa perversa utilización de los tribunales tiene mucho que ver con el grado de desviación antidemocrática en España y parece que también con la comodidad de quienes siempre han obtenido rendimiento de la violencia terrorista.

No hace falta explicar nada, simplemente recordar cómo una pelea de bar es distinta aquí y en Cádiz, aunque allí fueran más y utilizaran objetos a modo de armas. La única coincidencia son los guardias civiles que cada vez más son percibidos por la población como una fuerza de ocupación. Los jóvenes de Altsasu están en la cárcel, lejos de casa, mientras Urdangarin anda preocupado por escoger la que le venga mejor, tras una condena de risa. En algo tiene que beneficiarle haber asumido la culpa de lo que más parece una trama familiar (de la de la mujer) que otra cosa.