EXISTE cierta semejanza entre las bilbainadas y aquellas notas y letras de las llamadas canciones de ciego, muestras populares entre las que se aireaban noticias y sucesos en plazas de los pueblos. A ello hay que añadir que durante los siglos XIX y XX la influencia de los ritmos de la habanera les dieron el son que aún hoy, aunque a duras penas, perdura. Estas melodías recogen lo mejor de las tradiciones y la idiosincrasia de una tierra que, al decir de sus habitantes, es el paraíso en la tierra. No por nada, las citadas bilbainadas han cantado las gracias de la ciudad durante décadas.

Hoy las cosas han cambiado y se calibran las ciudades con otros parámetros bien distintos al del corazón y los sentimientos. Lo acabamos de comprobar en el encuentro con una delegación del jurado que ha pasado por el botxo para decidir si es verdad eso que tanto pregonamos desde hace décadas: que Bilbao es la mejor ciudad europea. Van a mirar bajo las sayas de la ciudad para ver cómo andan de infraestructuras y de servicios urbanos: cuál es el mapa político, a qué ritmo late la cultura local, la calidad de vida y el bienestar; por dónde respira la sostenibilidad y el medio ambiente; qué aptitudes tienen para la conectividad y que cualidades para hacer posible el éxito comercial y su viabilidad. Mucho me temo -¡ay, el tiempo que se nos fue!- que el ladino francés que montó una peluquería y el ingles que vino a Bilbao por ver la ría y el mar ni pinchan ni cortan en esta decisión. Y mire que eran europeos. De pura cepa.