conceptualmente, la política fiscal es el capítulo más importante en la gobernanza de un país al estar marcada por una recaudación de impuestos que, posteriormente, deben responder a tres objetivos básicos: En primer lugar está la asignación de recursos para servicios esenciales (sanidad, educación, etc.). También está la función redistributiva de la riqueza para compensar las desigualdades que genera el mercado y que la sociedad considera injustas. Por último, y no menos importante, está la tarea de estabilizar el propio sistema mediante los ajustes necesarios para superar situaciones problemáticas, como pueden ser la inflación o el desempleo.
Imagino que muchos lectores no necesitan este recordatorio sobre las funciones de la política fiscal. Saben muy bien todo cuanto antecede. Como también saben que, en base a la teoría macroeconómica keynesiana, la política fiscal influye en gran medida en la producción, el empleo y en los precios.
Entonces, ¿por qué lo destaco y significo explícitamente al comienzo de estas líneas?
Pues, por la sencilla razón de que, al tratarse de un capítulo económico tan sensible, cada detalle importa en la medida que la política fiscal se ha convertido en una herramienta sensible y amenazada por los devaneos de ese nuevo populismo que invade las calles y los parlamentos legislativos, donde viven otras personas, incluyendo algunas con responsabilidades políticas, empresariales y sociales, que tratan de medrar mediante la desestabilización.
Todo ello, dicho con carácter general, adquiere mayor notoriedad y protagonismo en el País Vasco, donde ya se habla desde hace algunas semanas de una modificación del sistema tributario, aunque con apreciables diferencias de criterio entre el Gobierno vasco, las diputaciones, los empresarios y los sindicatos. Discrepancias que no auguran otra cosa que no sea el enfrentamiento mediático. Escenario poco adecuado para buscar la prudencia, discreción y consenso que esta pasada semana reclamaba el lehendakari Urkullu en sede parlamentaria.
ESCENARIO Los últimos datos de recaudación han puesto de manifiesto un descenso respecto a las previsiones iniciales, mientras que el gasto público aumenta. Existe un desequilibrio que, para algunos, se solventa mediante un incremento en la presión fiscal y otros pueden pedir una reducción de los gastos. Unos y otros tienen sus argumentos. Lo difícil, y esa es tarea del Gobierno y las diputaciones, es armonizar con pragmatismo. Ahora bien, estando en el inicio de esa pretendida modificación del sistema tributario es exigible a todos los actores que pongan sobre la mesa propuestas que se acomoden a esa triple función de la política fiscal (asignación, distribución y estabilización) y que no se dejen llevar por cantos de sirena.
A la vista de los últimos datos, parece necesario acometer una revisión de la política fiscal, pero, dicho con palabras del lehendakari, la reforma no debe ser utilizada como “arma arrojadiza” y, en cualquier caso, “el esfuerzo impositivo no debe recaer sobre las clases medias y bajas”, añadiendo que la última reforma del Impuesto de Sociedades no “perjudicó” a la competitividad. Son las empresas quienes contribuyen al crecimiento y el empleo.
La tarea que tienen por delante Gobierno, diputaciones, oposición, empresarios y sindicatos no es fácil. Se trata de financiar servicios públicos esenciales (asignación de recursos), compensar desigualdades (redistribución de la riqueza) y estabilizar el propio sistema económico, afectado por la grave crisis que hemos padecido e influido por el contexto europeo y la globalización. No. No es fácil. Pero es su responsabilidad. No se puede debilitar más al débil, como tampoco se puede penalizar permanentemente a las empresas.
Tiene que haber un punto intermedio. Y, como quiere que cada detalle cuenta, se trata de alcanzarlo con discreción. Un punto donde todos cedan y ganemos todos.