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El coche de San Fernando

ES sorprendente, pero escuchando las noticias de los últimos días, uno tiene la sensación de que se ha desatado entre nosotros una epidemia, como si alguien hubiese inoculado el virus de las cuatro ruedas, un sarampión contra los automóviles en una ciudad donde moverse motorizado cada día cuesta más. Da la impresión de que el coche de San Fernando es más deseado que, qué sé yo, un Ferrari último modelo. La gente del recuento y la estadística informa que, tratándose de cercanías, no hay mejor remedio que el desplazarse a pie. No en vano, es bien conocido que los semáforos y la acumulación de vehículos traen consigo las largas esperas y eso que llaman, que llamamos, los encabronamientos.

En Bilbao no hemos llegado a ese extremo al que se refería lord Thomas Robert Dewar, cuando dijo que había dos clases de peatones: los rápidos y los muertos. Aquí aún se templa el peatón, todavía no hemos llegado a ese cara o cruz de jugarse el pellejo a la hora de cruzar una carretera, pero nuestros contemporáneos van llegando a la conclusión de que entre los riesgos y el tiempo perdido y sus peligros, la mejor salida es la de no sacar el coche del garaje, al menos en las distancias cortas. ¿Para qué?, es la pregunta. No se trata, tan solo, de medir los obstáculos para la libre circulación sino de escatimar gastos y de ahorrar esfuerzos de última hora, en el último segundo.

¿A cuánto se cotiza el permiso de circulación...? Esa es la pregunta que brota ahora, como si emanase de un peligroso géiser. Lo digo porque el uso del coche va cargándose de dificultades a medida que se adentra uno en una ciudad. No es fácil abrirse paso ni se ahorra tiempo en los desplazamientos a ras de asfalto. Quizás antaño sí, tal vez hace unos años el uso de un coche trajese consigo suculentas ganancias en el reloj pero esa fortuna se ha ido perdiendo. Demasiada gente motorizada y cada vez más piedras en el camino, como decía el corrido mexicano.

Y si por cualquier golpe de azar o por una de esas carambolas de la casualidad a tres bandas, a uno le salen las cosas bien, otro peligro acecha a la vuelta de la esquina, el terror de los terrores. ¿Cuál?, se preguntarán los más curiosos. Basta con cerrar los ojos y dejar volar la imaginación o sumergirse en los recuerdos. No en vano cuando uno era niño, los ruidos que asustaban surgían de debajo de la cama, pero a medida que uno se iba haciendo adulto, estos aparecían de debajo de la tapa del motor del coche, todo un Frankenstein para la economía doméstica, como bien me entenderá más de un lector.

Veamos entonces el paisaje: la ciudad dificulta el tráfico a medida que se va haciendo mayor de edad al tiempo que el coche que crece a su lado aumenta sus achaques de caras facturas. Lo dicho al principio: mal negocio es este del volante en la ciudad.