NO es previsible reabrir el debate sobre la legitimidad de los escraches como el sufrido ayer por Felipe González y Juan Luis Cebrián en la Universidad Autónoma de Madrid. Los tribunales ya se pronunciaron y el criterio está claro: los derechos de reunión y de libre expresión priman mientras no se incurra en situaciones de intimidación violenta.
No sé si lo de la Autónoma fue o habría derivado en intimidación violenta de no haber desistido el expresidente socialista de dar su charla. Haber provocado la suspensión ya raya el límite de lo admisible al afectar a la libre expresión de González. Pero el derecho de esos estudiantes a rechazar lo que significa el expresidente tampoco es cuestionable.
¿Y qué significa? El protagonismo adquirido por González en la crisis inconclusa del PSOE fue su decisión libre y consciente. El jarrón chino acabó por hacer añicos la pared socialista de tanto chocar con el ya exsecretario general Pedro Sánchez. Y la identificación de su persona con la línea que aboga por dejar gobernar a Mariano Rajoy es una consecuencia natural de su proceder público. Hay malestar en ciertos sectores por ese extremo. Está por ver si esos sectores comparten o no la base social del PSOE o juzgan el proceder del partido español desde fuera de sus entretelas.
Que necesiten o no esos jóvenes el incentivo de alguien azuzándoles es otro punto interesante. Ahí entra Pablo Iglesias, que va a ser el culpable oficial. Y él, que se esmera en dotarse ahora de un halo de radicalidad, encantado. Es probable que esos jóvenes supieran más de la composición química de la cal viva que de sus implicaciones políticas hasta que Iglesias hizo bandera de ello. Lo que no quita para que a ninguno -periodistas y políticos, activos o jubilados- nos viene mal un baño de realidad para que, salvaguardados nuestros derechos, tomemos conciencia del sentir de la calle cuando levitamos sobre ella al verter lecciones magistrales.