REPOSADOS una semana los resultados de las elecciones generales, las circunstancias de cada cual apuntan a una única declaración común: todos dicen querer que empiece la legislatura. Está por ver si es lo que toca decir o realmente nadie quiere volver a las urnas.
Como siempre en estos casos, la ventaja táctica la tiene Mariano Rajoy. No se sabe cómo se las arregla pero, después de perder una millonada de votos y un tercio de su representación parlamentaria, parece que es a los demás a los que les urge dar una solución al problema. En el escenario de una investidura imposible, el ganador es quien ostenta la condición de voto útil de cara a una eventual nueva convocatoria. Ese es el PP, que ya ha disipado el miedo a la disputa por la derecha -el centro insisten algunos- a través de Ciudadanos. El partido de Rivera ha estorbado lo suficiente para desgastar a Rajoy. Pero, entre los llamados emergentes, ha sido quien mayor disgusto se ha llevado cuando ha comparado el tamaño de su submarino. No es alternativa al PP y no lo es al PSOE. Así que no es voto útil y en los parámetros de una nueva cita electoral en clave de gobernabilidad, no tiene nada que ganar. Por eso se desgañita ofreciendo su abstención y reclamando la de los socialistas para investir a un Rajoy en flagrante minoría.
Lo de que arranque la legislatura es ya un mantra compartido. A Pablo Iglesias, que ya no está para asaltos sino para meterle codos al PSOE por el liderazgo de la izquierda, empieza a no parecerle ni medio mal. Al fin y al cabo, esto sólo sería posible con la abstención del PSOE y esa decisión le permitiría a él ejercer de auténtico líder de la oposición durante los meses que dure el sainete.
La auténtica tragedia griega se vive en el seno del PSOE. Pedro Sánchez es hoy un secretario general de liderazgo cuestionado. Lo era antes de las elecciones y lo es más tras el resultado cosechado. Si Susana Díaz ya acumulaba la ventaja de haber puesto freno al crecimiento de Podemos con el adelanto electoral en Andalucía, de haber amortizado en ellas el impacto del escándalo del presunto fraude de los ERE y de mostrarse como la baronesa que atesora el caudal de votos que, desde Andalucía, mantiene vivo a su partido, la tentación de hacer efectivo en el próximo Congreso federal todos esos cheques al portador es grande. Muestra un síntoma de fortaleza más: no oculta que está detrás de la corriente de opinión que reclama celebrar ese Congreso en febrero o primeras semanas de marzo, que es cuando toca pero también cuando no quiere celebrarlo Sánchez. El ruido de sables está servido en Ferraz.
Por cierto, se ha invertido el calendario: Catalunya ya no puede esperar a lo que salga del 20-D. Pero Iglesias y Rajoy no están apremiados ahora para decidir nada antes de saber si la CUP fuerza unas nuevas elecciones catalanas. Desde aquí se oye la risa de Maquiavelo.