NO hay un regalo de boda más menospreciado que un consejo por mucho que, bien aprovechado, dure más que una batería de cocina, una cubertería de alpaca o un romántico spa para los recién casados. Un buen consejo no tiene precio, decían nuestros mayores. Eso es, en apariencia, lo que desvirtúa una buena recomendación: que no puede devolverse, revenderse o cambiarse, qué sé yo, por una semanita en el Caribe. Es la ley de los tiempos: la boda pertenece a la estirpe de los buenos negocios. Algo así como la firma de un notario o la venta de un piso.

Aún siendo consciente de esa voracidad me voy a arriesgar. He ahí mi contribución a los recién casados. El matrimonio debe combatir sin tregua un monstruo que todo lo devora: la costumbre. Han de saber, dos que se quieren, que el amor es eterno mientras dura y que han de sudar gotas de sangre para obrar. como decía Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, “el milagro de quererse tanto en la mesa como en la cama”. En estas primeras horas se dirán que se mueren uno por el otro, como si fueran un cólico miserere pero no es suficiente con esa sensación. El amor se labra y riega como la tierra, se pica como la mina, se matasella como una póliza. ¡Eh, pareja! El amor es fruto de obreros.

Les cuento todo esto recién llegado de Expobodas, una suerte de parque de atracciones del día más feliz de nuestras vidas. Allí, en el BEC, un puede deslizarse por la montaña rusa de las joyerías, puede montarse, qué sé yo, en el Ratón Vacilón de un viaje a los confines de la tierra y puede hartarse con un menú de larga lengua como si lamiese una manzana caramelizada, se chupase los dedos de azúcar tras una docena de churros, o volase en una nube de algodón. Expobodas es toda una invitación a sumergirte en el mundo fantástico de un día único.

Quizás quede la sensación -me casé hace tanto tiempo que ya guardo un vago recuerdo de aquel día...- que el mar jamás crecerá con nuestras lágrimas. Hoy mismo quizás lo piensen Tamara y Unai, seguro que sí. Hoy se sentirán casi inmortales. Hoy tal vez piensen que no hay medicina que cure lo que no cura la felicidad que ahora sienten. Y ha de ser así, es bueno sentir ese revoloteo en la barriga; es necesario creer que uno vuela, que uno es capaz de romper cualquier barrera cuando emprende la aventura. Lo que también resulta imprescindible es no creer que este estado de plenitud es eterno. Hay que cuidarlo como una cuida su salud, aunque sea por el interés en que no muera.