DA un nosequé de escalofrío hablar estos días de la infancia con el recuerdo aún caliente de esa fotografía que no olvidaremos jamás para nuestra vergüenza. Duele escribir, ya digo, sobre la niñez; boxea dentro del pecho esa tremenda imagen queriéndose salir de la memoria. No debiéramos dejarla. Ya el sabio Pitágoras nos dejó un mandato: educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres. Nos faltaron aquellas enseñanzas o las olvidamos, tanto da, y ahí está el severo castigo.
¿A cuento de qué viene ahora hablar de los niños?, se preguntarán los más susceptibles, aquellos que confunden el periodismo con las aves de carroña. No diré que no anidan buitres en mi casa pero no es ese el propósito. Quizás por una feliz deformación, tengo la tendencia a vincular la bicicleta con mis primeros años de vida. Es más, pienso que fue la primera novia de muchos de nosotros (aún recuerdo aquella BH de fuselaje rojo...), un Rocinante sobre el que salíamos en busca de aventuras en esa feliz locura de los nueve, los diez, los once años. Hoy leo que los ladrones meten mano a los descendientes de aquella belleza y se las llevan para siempre. El estropicio económico es extraordinario porque no buscan bicis como aquellas sino los prototipos más evolucionados, monturas que cuestan un riñón. Lo entendería, sin compartirlo, si el robo anhelase recuperar el pedaleo hacia atrás, hacía los días en que uno tenía la sensación inolvidable de ser el rey de mundo en la cuesta abajo. También ahí, en esa escena, aparece la fantasmagórica imagen de un niño que jamás volverá a pedalear. Será, debiera serlo si aún quedasen briznas de sensibilidad y responsabilidad , una maldición para el resto de nuestros días. Una cruz.
Veamos si soy capaz de sacudirme la congoja para acabar esta columna. Al parecer las bicicletas acosadas no son las infantiles sino aquellas otras equipadas para adultos. Me gusta pensar que uno, al menos uno solo de los ladrones, lo habrá sido atraído por el imán de los viejos tiempos de la niñez, por esa terrible trampa de la nostalgia. Me gusta pensarlo pero la información me despierta de la ensoñación: se venden en el gran bazar de Internet, aseguran. Y ese niño, ¡ay que me persigue!, sin saberlo.