Furor demonizador antinacionalista
NO es la primera vez, ni será la última, en que el escritor hispano-peruano Mario Vargas Llosa arremete desde su prepotencia intelectual contra lo que califica de “sectarismo de los nacionalismos”, a los que califica como “plaga incurable del mundo moderno y también de España”, que pueden llegar, afirma, a estropear esta “historia feliz”.
Asumo el riesgo de resultar presuntuoso por osar polemizar con el entronado novelista y frustrado aspirante político a la presidencia de Perú (que obtuvo, por cierto, la nacionalidad española por carta de naturaleza, es decir, mediante acto graciable, como los indultos, sin necesidad de más motivación que su vinculación con España, por el Consejo de Ministros del Gobierno español), pero deseo rebatir desde la independencia de criterio esta hueca, maniquea e injusta, por infundada, manifestación de fácil y demagógica demonización del nacionalismo, al que califica como ideología provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, nacionalismo de “orejeras” y semilla de violencia.
A pocos días de las recientes elecciones del pasado domingo, Vargas Llosa alertó en una conferencia-mitin que “todo nacionalismo entraña una violencia potencial”, aunque se presente como “pacífico” y busque lograr sus objetivos con elecciones, ya que, afirmó, discrimina a las personas por su lugar de nacimiento, lengua o color de piel. ¿En qué país reside este señor para afirmar gratuitamente esto? ¿Realmente pretende hacernos creer que sentirse nacionalista vasco supone ser xenófobo e implica respaldar una ideología discriminatoria, excluyente, sectaria, decimonónica, obsoleta y retrógrada?
Otra perla del excelso intelectual indigna, pero no nubla la razón para rebatir sus exabruptos con argumentos, cuando afirma que “no hay que engañarse: esos nacionalistas benignos y civilizados defienden una doctrina que a medio o largo plazo conduce a la violencia”. El escritor peruano sostiene que la historia de la humanidad prueba esta violencia latente en el nacionalismo, al que atribuye, junto con la religión, “las peores catástrofes de la historia”. Califica el nacionalismo de “subcultura” porque “no representa un cúmulo de ideas que propongan una fórmula civilizada de coexistencia”, sino que se basa en “un acto de fe” y constituye “una religión que no quiere decir su nombre” y, tras afirmar, desde su supuesta superioridad intelectual y su alto ego, que “por eso no ha sido capaz de producir una obra intelectual o filosófica con vigencia e intelectualmente respetable”, concluye llamando a “combatir” (supongo que dialécticamente, por mi parte acepto el reto) el nacionalismo “en nombre de la libertad y la democracia” para no “volver a la barbarie”.
No es nuevo este discurso, pero su eco en boca de tan ilustre conferenciante es importante. Y merece una réplica, porque desde el respeto que él no muestra, desde la humildad intelectual que él tan poco cultiva cabría puntualizar esas incendiarias manifestaciones. Vargas Llosa contrapone todo ese alud de críticas hacia el nacionalismo al sentimiento sano y generoso de su ensalzado patriotismo, contraponiendo falsamente, como si de un oxímoron se tratase, ambas ideologías, la nacionalista periférica y la defensora de la unidad española como una única nación de españoles.
Es un maestro, sin duda, en la instrumentalización perversa de conceptos orientada hacia la demonización y estigmatización de un sentimiento nacionalista que parece querer identificar de forma peyorativa con lo obsoleto, con aspiraciones desfasadas y de “antiguo régimen” foral frente a la modernidad revolucionaria derivada del concepto excelso de ciudadanía. Ese discurso ideológico, tan aparentemente compacto y coherente como falso, se vende como la panacea de la individualidad frente al grupo, frente a la sociedad, frente, en definitiva, a todo otro demos que no sea el Estado-nación.
Olvida que el nacionalismo democrático vasco del siglo XXI desea construir un concepto de ciudadanía cívica en Euskadi que desborde la dimensión estatal, por un lado, y que no esté, por otro, basada en criterios étnicos (el antiejemplo de todo ello es la creación de un Estado kosovar fallido, anclado en la división entre comunidades). El concepto de ciudadanía vasca ha de basarse en una interculturalidad o diversidad cultural anclada en el diálogo, que permita combinar la unidad en la diversidad, y que evite la asimilación sin homogeneización forzada. Debemos construir un modelo de ciudadanía y de relación con otras realidades nacionales y culturales que sea congruente y respetuoso con los derechos humanos, que nos permita transigir, convivir y dialogar con las minorías culturales internas, con las diversas concepciones, en nuestro caso, del ser y del sentir vasco.
La uniformidad cultural, la armonización y la homogeneización forzada debilitan toda construcción nacional. En un contexto europeo y mundial de soberanías fragmentadas y compartidas es necesario proponer un nuevo modelo político de relación que potencie y posibilite identidades duales, que no niegue el reconocimiento de un sentimiento de pertenencia complejo, que acepte la libertad y la diversidad nacional. Así demostraremos al mundo que discursos tan alejados de la realidad como el repetido por Vargas Llosa carecen de toda base y sustento.