ME encanta Paco Jémez, el entrenador del Rayo, porque es un hombre con principios futbolísticos irrenunciables. Pregona el buen trato del balón bajo una máxima bastante discutible, como todo lo relacionado con este apasionado mundo: la mejor defensa es mantener la pelota en nuestro poder, obviamente, y ojito con rifarla, ni maltratarla a puntapiés. Sus pupilos tienen tan interiorizado el asunto que lo aplican a rajatabla, como un buen cristiano los dogmas de fe. Hasta los agnósticos se achantan, más que nada porque al bueno de Paco le entran unos cabreos de campeonato, y es capaz de fulminar con la mirada al iconoclasta, o mandarle de patitas al vestuario por desobediente. A falta de cuatro minutos para la finalización del encuentro y en pleno agobio del Athletic, acogotando al Rayo en su propia área, parece lógico atizarle un buen zurriagazo al balón y mandarlo al segundo anfiteatro. Pero no, los zagueros del rayito se empeñaron en sacarlo con parsimonia y templanza, al toque, de tal forma que se Balenziaga se lo arrebató a Zé Castro y de aquella surgió el bendito gol del bendito Aduriz, y el jolgorio en la grada, pues la afición rojiblanca no veía una victoria liguera del Athletic en San Mamés desde noviembre.
¡Viva Paco y sus principios!, gritó la parroquia alborozada, y salió de La Catedral con esa sensación de alivio que acontece después de una intensa tarde, cargada de emociones e incertidumbre, pero con la percepción de que los muchachos se dejaron hasta el último gramo de energía en perseguir el triunfo, lo cual se agradece en una coyuntura como ésta, donde sobran las dudas y apenas asoman las certidumbres, salvo Aduriz, naturalmente.
Tras una abigarrada semana, los discípulos de Ernesto Valverde han recuperado el sosiego y vuelven a transmitir después de mucho tiempo saludables vibraciones. Por un lado, en la Europa League el Athletic regresó de Turín con un marcador estupendo, soslayando el riesgo que entrañaba dejar a un buen puñado de titulares al margen de la aventura, más que nada porque de haber terciado una derrota gorda no faltarían las acusaciones al técnico de haber desdeñado la competición continental. Bien al contrario, se acaricia la clasificación para los octavos de final y en la Liga, la competición que exige prioridad absoluta, se pudo afrontar el encuentro contra el Rayo con tropas de refresco, como Susaeta, muy activo aunque sin suerte, y sobre todos Balenziaga y Aduriz, los gestores del único gol, suficiente para doblegar al Rayo y alejar los puestos de descenso a siete puntos de distancia.
Poco se puede reprochar a los jugadores del Athletic, y me parece correcto que Valverde explicara que solo fueron razones de índole estrictamente táctico las que le empujaron a cambiar a la media hora al joven Unai López, con el riesgo de quedar poderosamente marcado por la clara ocasión que falló.
La semana ha servido para dar la bienvenida a Iñaki Williams, que probablemente se quedará en la manada después de recibir frente al Torino el bautismo goleador con el primer equipo y tirar de repertorio futbolístico ante el Rayo, bajando a defender por la banda, ofreciendo nuevas alternativas de ataque, buscando los espacios, transmitiendo peligro y despojado de los miedos del debutante.
Recalco y reclamo para Williams la estirpe del león, como corresponde por leyenda y tradición a cualquier jugador del Athletic, y rechazo el sobrenombre de pantera negra, tal y como he leído y escuchado en alguna emisora de radio, pues conlleva destacar el color de la piel de uno de los nuestros como signo diferencial. No creo que exista la más mínima tentación racista en quienes invocan semejante apodo, sino más bien un recurso fácil, de intención amable, surgido sin duda de aquel entrañable personaje de El Libro de la Selva, o la evocación exótica que todavía sugiere la presencia de jugadores de origen subsahariano en el equipo bilbaino.
En todo caso y en lo concerniente al universo futbolístico, Pantera sólo hubo una, el gran Eusebio, en los años sesenta. En otros tiempos. Con otra percepción cultural. Con otra sensibilidad.