Les robaron, a dos empleados, lo más preciado: la respiración y el tiempo, que ya es mucho botín para quienes lo pierden y poca ganancia para los ladrones de madrugón. Porque eso hay que mirarlo: ¿A qué hora se levanta uno si entra a atracar un banco a las ocho y cinco de la mañana? Habrá que pasar revista a las armas, vestirse para la ocasión, repasar el plan de fuga, comer algo porque no ha de ser bueno atracar con el estómago vacío, desplazarse hasta el lugar escogido, esperar la ocasión para entrar al grito de ¡manos arriba!... En la oficina de los maleantes se enciende la luz, por lo menos, a las seis de la mañana. ¿A qué hora dice que se roba...? Se ha vuelto duro el oficio.

Tan acostumbrados nos tienen el cine y la televisión al atraco a mano armada trepidante, envuelto en humos de pólvora y estruendo de tiroteos, que cuando llega la noticia de Gallarta uno espera que aparezca Chuk Norris al rescate, el tipo ese que duerme con una almohada encima de su pistolón. La realidad fue otra, mucho más grave: dos empleados de banca aún tiemblan de miedo y silbaron las balas por el cielo de Gallarta en una discrepancia clara entre las fuerzas del orden y las fuerzas del mal.

Al abrigo de esta noticia aparecerá en buitre carroñero que denunciará a los ertzainas desenfundando; la hiena oportunista que recurrirá al viejo tópico de que quien roba a un ladrón, etcétera porque los bancos ya nos roban, etcétera; el cuco que pondrá sus huevos en el nido de la crisis y dirá que estos atracos van a crecer como la espuma porque la gente tiene mucha necesidad. Se avecina una estampida de fauna pintoresca.