No son los descendientes directos de Pedro Picapiedra ni familia, aunque sea lejana, de un faquir de cama de clavos, por mucho que el término, traducido del persa, les defina. Faquir, en su lengua, significa pobre, pobre de solemnidad. No son ascetas por vocación sino hombres y mujeres a los que la marea de una sociedad que no hace prisioneros arrojó a las playas de asfalto. Verles ahí cada noche, en la más cruel estatua de esta sociedad, hecha de cartón piedra, es un insulto para nuestros corazones, hechos del mismo material que sus colchones. ¿Cómo asegurar a ciencia cierta que son, que somos, insensibles? Si usted, usted, o yo mismo, aprieta, apretamos, el paso al encontrarnos con ese retablo de miserables, ya tenemos respuesta. ¿Nos asusta o nos incomoda su presencia? Poder plantearnos esa cuestión ya nos desacredita.
No sé si es leyenda urbana eso que dicen de que muchos de estos trasnochadores rechazan cobijo o si hay algo de verdad en esa renuncia. Tanto da. Es probable que muchos estén mal de la cabeza pero es seguro que todos andan mal de dinero. Ya se sabe que un loco pobre siempre será un loco y un loco rico siempre será un rico.
Es en estas circunstancias cuando el refranero nos muestra su cara más cruel al recordarnos aquella vieja frase de a mala cama, colchón de vino. Soportales, cajeros automáticos, bancos urbanos, la tan hermosa -y dura...- baldosa de Bilbao... El Ritz de los miserables también tiene sus suites y cuentan que, incluso entre los desterrados, hay lugares reservados para los más fuertes o los más duros. Es la ley de la jungla de asfalto.