Eran otros tiempos donde el valor físico y la audacia intrépida eran moneda de ley. Esa valentía pura estaba considerada una virtud excelsa de los hombres. No por nada, el propio tío William (Shakespeare, of course...) aseguraba que no es digno de saborear la miel el que se aleja de la colmena por miedo a las picaduras de las abejas. Hoy en día las cosas han cambiado y el valor se les supone a los bomberos, a los deportistas extremos y a los toreros. Para el resto de la humanidad, jugarse el tipo ha dejado de ser una heroicidad. Más al contrario, resulta una estupidez.
Tan es así que los sucesos vividos en la ikastola Anaitasuna de Ermua, invadida por un avispero, despiertan las alarmas. Dos niños tuvieron que ser hospitalizados por la reacción alérgica a sendas picaduras de avispa asiática. No sé si ocurre lo mismo con la asiática, que tal vez sea más sofisticada por llegar de Oriente, pero recuerdo que en mi niñez el asunto se resolvía con ungüentos de barro en la zona, unas pinzas de depilar para extraer el aguijón y la aplicación de amoniaco y hielo. A ello había que añadir una ración extra de golosinas para acallar el llanto y a correr.
Sin menosprecio a la escena, que para los niños de entre 6 y 8 años debió parecerles dantesca, la historia ha saltado a primera página por ese afán social de la prevención y la asepsia. Hay que adelantarse a los acontecimientos es hoy norma de rango mayor. Y así se logra que nada acontezca. Si la vida es, como dicen los clásicos, un cúmulo de experiencias, corremos un grave peligro: protegernos de la vida misma. No quiero decir con esto, que siempre hay gente de lectura torpe y malintencionada, que haya que llevar a los niños en procesión para que les piquen las avispas y así sepan lo que es bueno. No se trata de forzar esas lecciones, pero tampoco han de sonar las sirenas. Se retira el avispero, entran en juego el amoniaco y el hielo, se vigilan las reacciones alérgicas y ¡hala!, a correr. Hasta que vengan las abejas o vaya usted a saber qué.