El puerto de Autzagane está clavado en la memoria de Marino Lejarreta como un alfiler de vudú. No en vano, fue en su descenso donde el ciclista de Berriz sufrió la caída más dura de su carrera, aquella que estuvo en un tris de partir El Junco en dos. Allí, en aquellas fatídicas curvas del Gran Premio de Primavera bajó la bandera a cuadros para el ciclismo profesional del gran Marino. Hoy no hubiera debido sortear ese zigzag endemoniado. No en vano, la tierra bosteza a los pies de esa serpentina carretera que ya dejará de ser una venenosa víbora para los cientos de aficionados a la bicicleta que cada año asumen el riesgo de lanzarse por esa pendiente sinuosa a tumba abierta. Los túneles de Autzagane esquivarán esa carretera del infierno.
Para muchos ya comienza a verse la luz al final del túnel y para otros esa luz no es sino el potente foco del tren del progreso que va a acabar con una de esas costumbres que acababan haciéndose tradición: jugarse el pellejo a golpe de pedal y adrenalina. En los foros sociales hay quien llora por la pérdida y hay quien se alivia por esa misma ausencia, aunque uno supone que siempre será posible volver, como en el viejo tango.
La realidad será el jarabe que cure esa melancolía. Las fauces abiertas en la montaña ahorrarán sustos y disgustos a los conductores, amén de un cuarto de hora de reloj, que al precio que cotizan los minutos en nuestras vidas es todo un botín. Eran más los vehículos motorizados que los ciclistas intrépidos los que se veían obligados a pasar a diario por ese dédalo de subeibajas, así que habrá que dar la bienvenida a los túneles con música de orquesta, como se hacía antaño cuando los grandes visitantes llegaban al pueblo. Cuentan las crónicas que todavía falta un trecho: en la construcción y en el calendario. Pero en esto de las obras, con tanto retraso como acumulan de costumbre, hay que descorchar champán cada vez que se avanza. Es sinónimo de que no todo esta parado.