antes de analizar la reforma de pensiones que tiene en mente el Gobierno de Rajoy, conviene poner en valor algunas ideas y conceptos para evitar distorsionar tanto la perspectiva de lo que está por llegar que se sustancia en un "proceso complejo que afecta a un gran número de intereses y personas. De él dependen las condiciones de vida de un sector de la población numeroso y potencialmente vulnerable, por lo que es necesario respetar expectativas legítimas y mantener un equilibrio justo y viable entre derechos y obligaciones", tal y como reza textualmente el preámbulo de las conclusiones del Pacto de Toledo (1995).
Estamos ante un importante proyecto de futuro que, en la medida que se contamina y manipula por las consecuencias de la crisis económica y por las reformas ideológicas que pretende imponer el neoliberalismo, acentuarán más si cabe las diferencias sociales entre quienes tienen de sobra y quienes carecen de lo más mínimo. Someter a la incertidumbre de posibles recortes en el sistema de pensiones al creciente colectivo de personas que, por su edad y condición, son los más necesitados de protección social constituye ya una tortura sicológica. Hacerlo desde sede parlamentaria, mientras sus miembros aprueban la subvención con dinero público de los servicios de la cafetería del Congreso para que puedan tomar sus gin-tonic más baratos representa una burla o algo peor que no quiero calificar con su nombre por respeto a los lectores.
Pero vayamos a lo importante. El Pacto de Toledo se establece para, entre otras cosas, reducir el riesgo de pobreza y exclusión social entre las personas mayores. Por tanto, se debe aspirar a garantizar el mantenimiento del nivel de vida de los ciudadanos una vez dejan de trabajar por razones de edad. Dicho con otras palabras, la tan traída y llevada sostenibilidad financiera del sistema de pensiones no es tanto un objetivo en sí mismo como un requisito para garantizar el cumplimiento de su finalidad. Por ello, cuando parece inevitable afrontar reformas, es necesario recuperar el texto del citado pacto donde se afirma que "las reformas, además de ser capaces de afrontar los desafíos del futuro, deberán ser transparentes y claras en su impacto".
Sin embargo, vemos cómo las buenas palabras y mejores propósitos no se cumplen cuando se quiere confundir el reto que representa la reforma de pensiones como consecuencia de los cambios demográficos con el cruel impacto que la crisis provoca en el mercado laboral. Tampoco debemos admitir esa 'cantinela', repetida hasta la saciedad, que pretende colocar al gasto social en el epicentro del tsunami de la deuda pública, porque ese gasto social no es excesivo y porque el déficit viene marcado por el descenso en los ingresos. La crisis no ha sido provocada por el gasto público sino por la avaricia de quien, teniendo mucho, quiere tener más.
No deja de ser cansino y aburrido repetir semana tras semana esta idea sobre la génesis de la crisis, pero nos obliga a ello el reiterado incumplimiento de esas normas de transparencia y claridad a la hora de explicar cómo, cuándo y por qué se acometen las reformas que afectan a toda la sociedad. De momento se argumenta que el pago de las pensiones es deficitario en relación al total de los ingresos registrados. Ahora bien, no nos dejemos confundir ni engañar, ese déficit no está provocado por un gasto excesivo en las pensiones sino por el brutal descenso de los ingresos consecuencia de la destrucción de 4 millones de empleos.
Hechas estas aclaraciones, vayamos al proyecto de reforma del sistema de pensiones que, para empezar, parte de una reforma anterior (Zapatero) en la que el tiempo computable pasa de los 15 años actuales a los 25 en 2022. Por su parte, el grupo de 'doce expertos o sabios' que estudia la nueva reforma deben aplicar el llamado 'factor de sostenibilidad', sintetizado en dos variables: 'equidad intergeneracional' (basado en la esperanza de vida) y 'actualización anual' (sujeta a la relación entre ingresos y gastos del sistema). El objetivo de estas reformas no reside en "respetar un equilibrio justo y viable" en la población potencialmente vulnerable, sino en ajustar el gasto de las pensiones (reducirlas en una palabra) a las exigencias de austeridad presupuestaria de la 'troika'.
Aceptado el aumento del tiempo computable, pongamos un ejemplo sobre las consecuencias de aplicar las nuevas fórmulas sobre 'equidad' y 'actualización'. Así, si un trabajador se jubila este año con una pensión mensual de 1.000 euros, cuando entre en vigor la 'equidad intergeneracional' con una esperanza de vida de 17 años, un segundo trabajador homologable en salario al anterior percibirá 882 euros al mes (un 12% menos). El mensaje es claro y concluyente: Después de trabajar toda una vida, por cada año que aumente la esperanza de vida, la pensión se reducirá un 6 por ciento.
Pero hay otra variable que puede reducir aún más las pensiones, ya que la 'actualización anual' se desliga de la evolución de IPC que garantizaba el mantenimiento del poder adquisitivo y se realizará en base al superávit o déficit existente entre ingresos y gastos. Si los ingresos son menores que los gastos cabe la posibilidad de bajar las pensiones aplicando un 'coeficiente corrector'. En cuanto a la subida de las pensiones, sólo se harán en el caso de que la Seguridad Social registre superávit, lo cual depende de la reactivación del mercado laboral.
Claro que, en el supuesto de una posible subida de las pensiones se aplicará el hoy denostado IPC como 'cláusula techo', lo que me recuerda la 'cláusula suelo' que aplican los bancos para rebajar los intereses hipotecarios en función del Euribor. Como se puede comprobar, la reforma se convierte en un eufemismo para establecer un nuevo recorte social.