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En recuerdo del jurado nº 8

Cada vez que aparece en escena el jurado popular la imaginación, que siempre anda con la maleta a cuestas, presta a cualquier viaje, me lleva al mismo lugar: el cine Olimpia y una película que no olvidaré mientras viva: Doce hombres sin piedad. La habrán visto. Un joven es acusado de asesinar a su padre y las pruebas, vistas a vuelapluma, le incriminan con claridad. Los doce hombres que han de juzgarle han de condenarlo o absolverle por unanimidad. Se aproxima el fin de semana y cada cual tiene sus planes, así que se intuye un veredicto a la velocidad del rayo. Y ahí emerge la figura de Henry Fonda, el jurado nº 8 y la única voz discordante en la primera ronda. Poco a poco, con sólidas argumentaciones, comienza una labor de zapa: convencer a los once compañeros de tribunal que el joven es inocente.

Ya sé que el iraní Bijan Alizadeh no se mueve en el alambre de la duda: su mano fue la ejecutora, de eso no cabe la menor duda. La discusión se centra ahora en si su estado mental -no cabe duda, al parecer, que el hombre estaba como una jaula de grillos...- le exime de responsabilidad, que no es lo mismo que culpa. Se entra ahí en un terreno pantanoso. No por nada, la comunidad psiquiátrica mantiene, en las catacumbas de las discusiones privadas, un debate fiero: ¿es el mal una enfermedad mental o un rasgo humano como los hay alegres, taciturnos o, qué sé yo, narigones?

Eso le piden a los nueve del jurado que decidan, aunque sólo a título orientativo: será el juez quien tenga la última palabra. ¿Le tranquilizará eso al reo? Ésa es otra cuestión. Estar en manos de nueve ciudadanos que no manejan otro conocimiento que el sentido común -que no es poco...- debe provocar vértigo, pero vistas algunas sentencias -y qué disculpe el juez de este caso, a quien desconozco y que tal vez sea descendiente del mismísmo Salomón...- el otro lado tampoco tranquiliza demasiado.