en plena crisis económica y de valores hay demandas de ejemplaridad social que, lejos de ser atendidas por el Gobierno Rajoy, son burladas sin rubor ni sonrojo. Una de esas demandas sitúa la reflexión en torno a la continuidad y al mantenimiento en democracia de una figura, la de los títulos nobiliarios, anacrónica y alejada de todo parámetro de normalidad social y democrática, marcada por el desapego, el descrédito y el rechazo social de una gran y silente mayoría de ciudadanos al mantenimiento de una institución anclada en privilegios feudales y que conserva plena vigencia en el marco de un Estado, el español, que proclama como dos de sus valores o principios fundamentales los de la justicia y la igualdad.

Si el propio amparo del denominado Estado de Derecho a esta obsoleta e injustificable reminiscencia histórica causa perplejidad, a esta reacción anímica se suman dosis de malestar y de indignación democrática al comprobar (el BOE, es decir, el Boletín Oficial del Estado, es testigo fiel) cómo el ministro de Justicia está aprobando sucesivas órdenes ministeriales por las que autoriza la pervivencia o renovación de títulos nobiliarios concedidos por el dictador Franco como recompensa y en beneficio de militares que le secundaron en su sangrienta sublevación militar y en la posterior actuación genocida contra los adversarios del régimen franquista, tal y como reclamaba generales como Queipo de Llano o Mola, tristemente conocidos por su celo represor y su fascista ideología alimentada y retroalimentada por el odio al enemigo, dos ejemplos de recientes sucesiones admitidas sin empacho por el gabinete jurídico del ministro de Justicia.

La adecuación o compatibilidad con la Constitución de tal institución nobiliaria fue validada por el Tribunal Constitucional, bajo el argumento de que en realidad tal institución nobiliaria no aporta mayores derechos a los poseedores de tales reconocimientos, al ser meramente honorífica. ¿Qué honor, qué ejemplo, qué modelo de comportamiento social puede representar el reconocimiento de conde, de marqués, de vizconde, o de Grande de España a militares sublevados que asesinaron y ordenaron asesinar con saña? ¿Dónde queda la maltrecha Memoria histórica?

Y si atendemos a la cuestión de género, el debate judicial se suscitó ante la invocación de una discriminación por razón de sexo, al privilegiarse al varón sobre la mujer. El origen histórico de esta preferencia deriva del texto de Las Partidas de Alfonso X, al disponer que "de la mejor condición es el varón que la mujer en muchas maneras". Ello condujo a que los títulos nobiliarios fueran heredados siempre por el hermano varón. El recurso ante el Tribunal Constitucional pretendía proyectar el principio de igualdad sobre esta institución de la nobleza, y el Tribunal sostuvo que el ostentar un título nobiliario no supone un estatus o condición estamental y privilegiada ni tampoco conlleva el ejercicio de función pública alguna, sino un mero reconocimiento honorífico.

Por ello, el Tribunal Constitucional negó la posibilidad de poder invocar el principio de igualdad para proyectarlo sobre una institución que sobrevive "fuera" de la Constitución. El propio Parlamento español aprobó en 2006 una ley específica "sobre igualdad del hombre y la mujer en el orden de sucesión de títulos nobiliarios". ¿Tiene sentido que unas Cortes democráticas se ocupen de regular esta figura?; ¿es admisible que lo hagan para aplicar la supuesta igualdad sobre una institución ya de por sí discriminatoria socialmente, y que a su vez admite que se discrimine a los hijos adoptivos y a los hijos no matrimoniales?; ¿cómo puede admitirse que una Cortes democráticas actualicen una norma legal del dictador Franco, que en 1948 dictó la Ley de restablecimiento de la legislación nobiliaria, para arrogarse así la capacidad de conceder tales reconocimientos nobiliarios?

Esta reminiscencia histórica carece de sentido y de razón de ser en la sociedad del siglo XXI. Los títulos nobiliarios son un reconocimiento honorífico que hoy día otorga el Rey. Resulta llamativo que la propia Constitución prevea tal función por parte del monarca, facultad cuyo nacimiento se remonta a la época de los emperadores romanos. Y la plasmación de estas dignidades nobiliarias en las Leyes de las Partidas del siglo XIII ha llegado hasta la modernidad. ¿Es normal, en el contexto de un Estado social y democrático de Derecho cuyos principios básicos son la libertad, la seguridad, la igualdad y el pluralismo mantener y consolidar esta obsoleta y rancia figura?

Los agraciados por tales títulos, así rezaban los textos históricos, deben provenir de buena familia, con loables costumbres, sin mancha adquirida o heredada, útil a la causa pública y hacendados, para poder mantener la dignidad del título. ¿Nadie se indigna ante este obsceno y esperpéntico elitismo social, ante este privilegio perpetuo, mero pavoneo social para jactarse de su linaje o estirpe a modo de pura ostentación ornamental? ¿Cabe admitir que la sacralizada Constitución de 1978 de cobertura a este desatino?