El cineasta Billy Wilder era un gran observador aunque un punto exagerado en sus observaciones. Lo demostró cuando dijo aquello de que existen más libros sobre Marilyn Monroe que sobre la II Guerra Mundial, certeza que amplió con su opinión de que había una cierta semejanza entre las dos: eran el infierno, pero valían la pena. Otro tanto piensan los usuarios del metro, acostumbrados a usarlo como medio de transporte diario y condenados ahora a memorizarse el horario si no quieren malgastar su tiempo en los andenes. La decisión de reducir las frecuencias no cuadra con la necesidad de anchar los vagones para evidar un síndrome que comienza a a hacer fortuna: el de lata de sardinas.

¿Cuánto queda para que llegue el día en que esa atroz escena de los empujadores del metro en Japón se haga realidad entre nosotros...? Ya se escuchan sus pasos y duele solo pensarlo. Cada vez que aparece en pantalla esa imagen salta la misma pregunta como un resorte: si este vagón es de metro o va directo a un campo de concentración, dicho sea con el mayor de los respetos a las víctimas del holocausto, que siempre hay alguien con la sensibilidad de la protesta a flor de piel.

Al paso que va el vagón la unidad de medida de la paciencia va a ser el metro. ¿Hasta cuándo soportará un anden antes de que estalle el primer motín? Con frecuencia -palabra maldita entre los usuarios...- se escuchan maldiciones, incluida la maldición de Makanaki, que escuché hace poco a un trabajador del metro camino de casa. ¡Ojalá les caiga un Makanaki encima!, le oí decir. Les cuento qué significa. Cuentan que el Barcelona de Guayaquil, último destino del futbolista camerunés Makanaki, se negó a pagarle los salarios y la liquidación en su despido. Tal negativa enfureció al africano que maldijo al club. Desde aquel momento, el Barcelona vivió inmerso en una crisis deportiva e institucional de grandes proporciones de la que le costó un quilombo recuperarse. Que Dios nos coja confesados.