LA tan venerada para algunos ciudadanía española, exaltada y ensalzada por los defensores de la existencia de una única y excluyente nación dentro del Estado español, ha resultado ser una mera pieza más del engranaje mercantil, una moneda de cambio exenta de todo patriotismo. El Gobierno central anunció hace dos semanas que estudia reformar la ley de extranjería para que se puedan conceder permisos de residencia (ciudadanía) a los extranjeros que compren un inmueble en territorio español por importe superior a los 160.000 euros. El objetivo, la ratio o razón última de la norma es clara: lograr colocar la cantidad ingente de viviendas construidas durante la efervescencia de la burbuja inmobiliaria y que ahora buscan sin éxito un comprador.
En realidad, y pese a lo obsceno de la medida ahora anunciada, tal posibilidad de obtener la residencia española de una forma distinta o simplificada respecto al proceso ordinario de regularización u obtención de papeles para favorecer a aquellos privilegiados extranjeros que cuentan con ingresos suficientes ya está contemplada en la ley vigente. En estos momentos, si un extranjero posee unos 2.100 euros al mes y quiere vivir en España sin trabajar, puede pedir un permiso de residencia temporal. La novedad de lo anunciado por el Gobierno radicará fundamentalmente en que será suficiente con la compra de una casa para acreditar esos ingresos y pedir el permiso. Una segunda novedad será que, tal y como ocurre en otros países con permisos especiales para inversores, se dispensara además al comprador de la obligación de pasar en territorio español cada año al menos seis meses y un día, requisito que ahora deben cumplir todos los residentes legales para no perder su permiso.
¿El motivo de tan generosa concesión? La necesidad de dar salida a un stock de inmuebles sin vender. La hipocresía y la doble vara de medir en el ámbito de la inmigración roza el esperpento cuando se nos dice que no se puede poner un límite de precio más bajo a la vivienda que abre la vía a la concesión de la ciudadanía porque generaría una demanda masiva. Sin comentarios.
La propia concesión no ya de la residencia sino de la nacionalidad española encierra sorpresas muy llamativas: España es uno de los pocos Estados que conserva la posibilidad de conceder la nacionalidad, tan sacralizada y entronizada desde la defensa de su patria, mediante un mero regalo o concesión discrecional por parte del Consejo de Ministros del Gobierno central. Esta carta de naturaleza simplemente se concede, con una mínima y opaca fundamentación, por motivos excepcionales.
Así se concedió, por ejemplo, al escritor Mario Vargas Llosa -supongo que no solo por su empatía ideológica con el partido ahora gobernante en Madrid, sino porque debieron pensar que nunca viene mal otro Premio Nobel de literatura- o al cantante Ricky Martin -no me pregunten por qué, tal vez por su amistad y relación con un directo asesor de La Moncloa en la época de Zapatero, que quiso casarse como español con su pareja, también español-. También al célebre esquiador rebautizado como Juanito Müller, nacionalizado como español en una semana para que los viejos éxitos en el deporte blanco del esquí unidos al apellido y a la familia Fernández Ochoa se revivieran de la mano de este originario alemán, cuyos triunfos deportivos fueron tan efímeros como el tiempo que tardaron en intensificarse los controles antidopaje, que revelaron el fraude deportivo y ético existente.
La obsoleta, anticuada y casi decimonónica visión de la nacionalidad se aprecia también en el propio texto constitucional, donde la todavía añorada por muchos militantes ideológicos nostálgicos de la época histórica del viejo imperio español en el que el sol nunca se ponía parece atisbarse, al aludir la propia Constitución a un régimen privilegiado de concesión de la españolidad a los originarios de Portugal, Filipinas, Guinea ecuatorial y sefardíes, además -claro, la vieja madre patria protege a sus hijos- de a los iberoamericanos. Esta apropiación histórica del régimen de naturalización por residencia denota una arcaica y superada concepción de lo nacional y la propia noción de ciudadanía. ¿Dónde queda, por ejemplo, Europa y la ciudadanía europea? ¿No existe la Unión Europea para el legislador español?
Y volviendo a la ciudadanía, a la residencia, la propuesta del Gobierno del PP es una bofetada sonora a los inmigrantes que honradamente luchan por lograr sus papeles en regla, es injusta e impresentable, una nueva muestra de cómo el Ejecutivo entiende la inmigración desde un punto utilitarista y económico, rompiendo el principio de no discriminación entre la población inmigrante.