LA economía proyecta su influencia sobre la política, cada día más, y marca el rumbo de gobiernos desorientados, sin respuestas e impotentes ante la dura crisis que parece no tener fin. Y, sin embargo, hay que mantener la esperanza, desde un pesimismo constructivo que no frene nuestra laboriosidad como sociedad y que nos permita seguir defendiendo nuestro modelo de sociedad, acosado y zarandeado por la convulsión social derivada de la gravedad del momento económico.
Más que nunca es necesario entender que gobernar es liderar. Liderar supone saber marcar el rumbo, elegir el camino para avanzar como sociedad, establecer las pautas de funcionamiento de un sistema que permita subsistir a la economía real y a los ciudadanos, que tiramos de ella a través de nuestro consumo y de nuestro modo de vida.
Nuestro País, Euskadi, ha cambiado, porque la sociedad vasca no es distinta al resto. Sufre los embates de esta dura crisis, y tiene por delante años duros, pero que superaremos, seguro. La realidad social es la que es, y no la que el gobernante quiere creer o querer ver. Más que nunca es necesario consolidar otro modo de hacer política, más profesional, más apegada a la realidad y que resuelva los problemas, no que los cree, como demasiadas veces ocurre. Por todo ello, propongo una reflexión que sitúe el acento en la pluralidad y en la madurez de nuestra sociedad, sin perder su principal valor: el sentimiento identitario, como señal de pertenencia al pueblo vasco. Para evitar el naufragio, la deriva confusa y sin norte de nuestro barco hay que seguir un protocolo, unos parámetros de conducta que cabe resumir así:
No cabe patrimonializar la sociedad: debemos dejar de vivir como compartimentos estancos, aislados: nacionalistas, no nacionalistas, los colectivos integrados en la izquierda abertzale. Todos debemos sumar, si respetamos las premisas mínimas de convivencia. Todos, salvo los que legítimamente se autoexcluyan, debemos ser protagonistas de ese proceso.
En un barco que navega en las aguas del siglo XXI no hay lugar para calificativos como el de polizones: cabemos todos, y todos debemos tener idénticos derechos, empezando por los dos más básicos, el de la vida y el de la libertad.
La tripulación de ese barco es plurinacional, bajo bandera o pabellón vasco. No nos oponemos a otras flotas, a otras banderas (a las que se debe respeto, con más o menos indiferencia, pero no ofensa, como cabe pedir y demandar para lo que representa y la que muchos sentimos como nuestra, la ikurriña) pero nos negamos a admitir el mimetismo basado en la falsa solidaridad interterritorial: somos una nación, frente a respetables unidades administrativas de gestión de poder territorial (¿qué otra cosa son las comunidades autónomas, producto político surgido del intento de opacar la realidad nacional vasca, catalana o gallega?
Esto no es un capricho intelectual, es una realidad sentida (también de forma plural) por una mayoría amplia del pueblo vasco.
Y el capitán, al frente de un barco no siempre fácil de dominar, debe saber que en ocasiones hay que recurrir a lo que los marinos llaman "avería gruesa": a veces es preferible reorientar el rumbo y las prioridades de gobierno, incluso provocar un puntual daño al barco y al norte marcado para evitar catástrofes mayores, para eludir el hundimiento y el naufragio social y económico, para evitar convertir el proyecto político en un pecio hundido para siempre en el fondo del mar.
Para llegar a buen puerto hay que fijar la brújula y combinar la resolución del día a día en la gestión de los problemas que nos llegan de frente con el objetivo de no desnaturalizar el proyecto pero saber adecuarlo a la realidad para seguir vertebrando y dirigiendo el barco.
Y todo ello exige, a mi entender, priorizar el acuerdo sobre la confrontación, exigir el respeto a lo acordado y no renunciar a los objetivos, pero pautar su consecución y el iter, el camino para alcanzarlos.