La pasividad, la pura inercia temporal no resuelve los problemas por sí mismos. La inercia del conformismo acumulado por parte del bloque de partidos constitucionalistas durante tanto tiempo de incumplimiento estatutario, el menosprecio y la prepotencia por parte de quienes se sienten respaldados por los resortes del Estado frente a las aspiraciones de trabajo en común, de respeto y de recíproca lealtad política entre Estado y naciones planteadas desde el nacionalismo institucional agota y frustra. E instaura un clima de desconfianza que imposibilita los necesarios consensos.
La indefinición sobre el modelo de organización y articulación territorial del poder político en el Estado español, ambiguo e impreciso hasta el extremo de que el título VIII de la Constitución no llegó ni a nominalizar ni a definir las Comunidades Autónomas que integrarían el entonces novedoso sistema, cobra de nuevo actualidad tras la efervescencia independentista activada con la histórica manifestación de la Diada catalana.
La necesidad de modernizar las fórmulas de distribución territorial del poder político en el Estado y la atomización de muy divergentes posiciones políticas (involucionistas que añoran el modelo de Estado centralista de ordena y mando, constitucionalistas, nacionalistas, federalistas e independentistas) ante las potenciales alternativas para encauzar definitivamente nuestro estatus relacional con el Estado exige definir futuros escenarios de desarrollo de nuestro autogobierno. El punto de partida y que permitiría alcanzar consensos de mínimos sería el reconocimiento de una auténtica democracia plurinacional. Los ejemplos, entre otros, de Canadá o de Bélgica permiten a nivel comparado comprobar que esta fórmula garantiza un punto de encuentro en el que poder convivir, pese a los diferentes sentimientos nacionales y a los distintos conceptos de soberanía que coexisten.
El Estado de las Autonomías que se acuñó con la ambigua redacción de la Constitución de 1978 no termina de hacer pie, se tambalea. Y no es un problema de más o menos competencias. ¿Cómo salir de este atolladero político-institucional? ¿Cómo lograr que se reconozca con normalidad, sin histerismo ni demonización, el deseo de que nuestra condición de nación obtenga el estatus de reconocimiento institucional que la sociedad vasca mayoritariamente reclama? Hay que tender puentes desde la bilateralidad asimétrica, desde la necesaria confianza recíproca (ahora inexistente), desde la lealtad y el respeto mutuo? la ratio, la razón última de esta iniciativa política no es buscar, como morbosamente se subraya en numerosos medios, un choque de soberanías, ni es un atajo hacia la independencia: responde a una adecuación del concepto de soberanía a la realidad social y política del siglo XXI.
El principal problema para el avance de nuestro proyecto común como nación, como pueblo vasco, radica en que el andamiaje sobre el que se construye la política en el Estado español corresponde a un traje y a una doctrina de hace décadas, sostenida desde posturas inflexibles y para las que sólo existe un sujeto en democracia, que es el Estado.
El binomio Estado-ciudadanos representa para esas superadas concepciones todo el espectro posible de titulares de derechos y obligaciones. Si fuésemos realmente una democracia plurinacional se admitiría con normalidad (y con recíproca empatía) la necesidad de garantizar y proteger, ante la hegemonía nacionalista que representa el Estado-nación español, a las restantes expresiones nacionales (entre ellas la que representamos desde Euskadi) no en clave de contraposición sino de suma. Ese es el verdadero debate pendiente.