EL Código Penal español es, sin duda, una de las leyes penales más duras de Europa. Ha experimentado, además, reiteradas reformas con una frecuencia legislativa inhabitual si se compara con otros Estados, y sin embargo la redacción vigente ha debido parecerle débil y poco contundente al ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, quien ha presentado un nuevo proyecto de reforma cuya novedad estrella choca directamente con el fin resocializador de la penas, al prever la cadena perpetua, denominada eufemísticamente "pena de prisión permanente revisable", en un afán hipócrita de no querer llamar a las cosas por su nombre. Además de esta durísima novedad punitiva, el proyecto de nuevo Código Penal incorpora, bajo el argumento de la necesidad de revisar el sistema penal para "dar respuesta a las nuevas formas de reincidencia", una reforma de calado que endurece considerablemente el Código Penal y que aporta muchos elementos para la reflexión.
Entre las novedades más llamativas cabe señalar que la reforma propuesta por el PP traspasa la línea de las cárceles para imponer la denominada custodia vigilada, es decir, una especie de libertad vigilada como medida de seguridad para ciertos supuestos, todo ello después de haberse cumplido ya por el preso la pena privativa de libertad impuesta; es decir, sopesando el riesgo de reincidencia o la especial gravedad del delito que llevó a la cárcel al ahora ya expreso se le extiende la pena más allá del cumplimiento de la condena. Es un exceso y una contradicción normativa manifiesta con el objetivo de resocialización de las penas que la propia Constitución proclama.
Otras novedades ahora propuestas parecen pensadas, desde una estrategia populista, para dar respuesta político-mediática a crímenes recientes que han creado especial alarma social, y revelan un estilo de legislar a golpe de titular o de elaborar una especie de justicia del caso. Otras perlas que, a modo de novedades, presenta la reforma pueden implicar la penalización o criminalización de formas ciudadanas de protesta, al endurecerse, por ejemplo, los supuestos de desobediencia a la autoridad.
Pero, por encima de todo ello, la principal propuesta de la reforma ahora emprendida por el ministro de Justicia implica reabrir el debate sobre la implantación de la cadena perpetua. Y ello exige recordar que el artículo 25 de la Constitución es concluyente al establecer que las penas privativas de libertad se han de orientar a la reeducación y reinserción social, y por tanto toda pena que no cumpla dicho requisito atenta contra el artículo 15 de la Constitución que repudia cualquier trato inhumano y degradante, además de impedir hacer efectiva la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad, a las que se refiere el artículo 10 de la propia Constitución.
Cabe recordar que la duración de la pena privativa de libertad en España es superior a aquella que cumplen en otros países que contemplan formalmente la cadena perpetua, como Alemania, Francia, Italia o el Reino Unido. De hecho, en España una persona que ha cometido distintos delitos, que no pudieran ser enjuiciados en un mismo procedimiento, puede cumplir una pena privativa de libertad superior a 40 años, límite máximo teórico.
En un Estado en donde cada vez hay más presos, donde los beneficios penitenciarios son en demasiadas ocasiones una mera quimera, donde las medidas alternativas a la prisión muchas veces ni se conceden, se deben respetar escrupulosamente los fines de la pena, y entre éstos se encuentra el de la resocialización y reeducación del penado. Toda respuesta punitiva debe respetar los objetivos que la Constitución establece y alejarse de criterios oportunistas, mediáticos o electoralistas, porque tratar de conjugar esos objetivos de reinserción y reeducación de las penas con la privación de libertad de una persona para toda su vida sencillamente no tiene encaje constitucional y choca además frontalmente con los pilares básicos de un supuesto Estado de Derecho.