Durante más de medio siglo, Europa ha garantizado a los Estados y a los pueblos la paz, la democracia, la prosperidad económica, el respeto de las minorías y un bienestar social sin igual en el resto del mundo. Ahora, este patrimonio corre el riesgo de saltar en pedazos. Ante la globalización, la carrera desenfrenada de las finanzas y el cambio del mundo, Europa no ha alcanzado todavía el consenso necesario para dar un paso definitivo e irreversible hacia la integración política plena. "Europa avanza a escondidas", dijo un día Jacques Delors, entonces presidente de la Comisión Europea. Durante años, esa estrategia funcionó. Pero hoy, en pleno caos económico y monetario, este método elitista, que no involucra a los ciudadanos en los procesos de tomas de decisiones, revela todas sus limitaciones.
No se puede consolidar Europa sin los pueblos y menos contra los pueblos. El único método viable es el de la transferencia de soberanía hacia un poder europeo provisto de legitimidad democrática. Por este motivo, las numerosas cumbres europeas a las que asistimos desde hace meses tan solo pueden aportar, en el mejor de los casos, una solución provisional.
La gestión de la crisis griega, portuguesa, irlandesa o española son representativas. Ahora parece evidente que ni Atenas ni Lisboa, ni Dublín ni Madrid podrán devolver su deuda, a pesar de los enormes sacrificios. La opción que se les ofrece es la cancelación o la mutualización de la deuda a cambio del control exhaustivo de la gestión futura de las cuentas públicas. Y solo la Unión Europea podrá encargarse de esta misión. Pero al mismo tiempo, ningún pueblo podrá aceptar la pérdida de soberanía (que ya está muy debilitada por los mercados) si la autoridad europea encargada de controlar sus cuentas públicas no dispone de una mayor legitimidad democrática. Para ello, conviene volver a plantear desde hoy la cuestión de las instituciones y transformar la Unión en un espacio de democracia directa.
La doctrina tecnocráticamente ortodoxa sostiene que en primer lugar hay que resolver los problemas económicos, bancarios y financieros de la Unión, antes de iniciar la obra institucional. En realidad, quieren impedir la transferencia de grandes partes de su soberanía, con el pretexto de que los ciudadanos no estarían dispuestos a dar ese gran salto. Por lo tanto, son los ciudadanos europeos quienes debemos reivindicar un espacio político común y federal. Y los políticos tienen que demostrar que están realmente dispuestos a hacer surgir una Europa fuerte, soberana, unida y democrática.
Circulan ya propuestas que pueden condensarse en estos cinco puntos: 1) instituir la elección directa del presidente de la Unión Europea por sufragio universal. 2) fusionar las funciones del presidente de la UE y la del presidente de la Comisión Europea, para tener un representante único de la Unión. 3) instaurar la toma de decisiones con doble mayoría simple: el 51% de los 27 Estados miembros mediante el voto de los ministros y el 51% de la población mediante el voto de sus representantes en el Parlamento Europeo. 4) establecer listas europeas para las elecciones al Parlamento de Estrasburgo (con una proporción importante de candidatos europeos y no nacionales). 5) introducir el referéndum de iniciativa popular a escala europea.
Europa debe descargar el peso de lo intergubernamental a favor de dos tendencias compatibles: lo supraestatal o internacional (es decir, ser capaz de mostrarse unida y con una sola voz hacia el mundo) y lo nacional (ad intra, hacia dentro de Europa), y dar voz, protagonismo y competencia a los pueblos y naciones que coexisten bajo las pétreas y anquilosadas realidades estatales, ineficaces para resolver la crisis e incapaces de abanderar el sentimiento de pertenencia que Europa necesita para consolidar su futuro federal. O construimos así la Europa del futuro, o destruiremos el proyecto europeo bajo la autarquía y el unilateralismo estatal.