lA presentación por parte de la izquierda abertzale de su potencial Gobierno vasco, caso de que las urnas les otorguen el poder en las próximas elecciones al Parlamento Vasco, arroja muchas dudas y permite abrir debates que permitan aclarar qué planteamiento político y de gestión de País se esconde tras la misma. Proponer para la galería ciertas reivindicaciones maximalistas suena revolucionariamente muy bien pero se aleja de toda realidad, de la cruda realidad de la que depende el presente y el futuro de los vascos. Y entre las novedades más llamativas en la reestructuración de los futuros Departamentos destaca el afán por no llamar a los cosas por su nombre, como si viviéramos en la Arcadia feliz donde todo el mundo es bueno y donde no surgen conflictos sociales ni existen contextos ciudadanos que requieran el recurso al ejercicio de autoridad para garantizar el orden social.
Entre la nueva nomenclatura, la denominada de forma eufemística cartera de "Libertades ciudadanas" pasaría a englobar de forma unificada las áreas de Justicia e Interior y apostaría, según los proponentes, por "reconocer, reparar y rehabilitar a todas las víctimas de violaciones de derechos humanos" y por articular "un Poder Judicial para Euskal Herria" dado que "el pueblo vasco no ha encontrado justicia ante los tribunales españoles". Asimismo, los proponentes muestran su deseo de impulsar un proceso para definir "el modelo policial que necesita este país y que conduzca a una Policía vasca de servicio a la comunidad, no represiva, no militarizada, sin criterios de actuación politizados y respetuosa de la pluralidad social, cultural y política de la ciudadanía vasca".
Si descendemos ahora de la retórica y de la dialéctica demagógica a la realidad, debemos tener presente que toda libertad ciudadana encuentra su límite en el debido y obligado respeto al resto de libertades de los demás ciudadanos. Solo garantizando el equilibrio entre los diversos intereses en presencia será posible una convivencia ordenada, cívica y pacífica. No siempre es posible, por desgracia, ese equilibrio de forma autorregulada socialmente, es decir, sin intermediación de la Administración.
Siempre habrá quien cuestione o personalice su concepto de justicia como trampa dialéctica para no asumir el deber que le corresponde como autoridad o como Administración, pero sin entrar en el ámbito penal -por cierto, ¿pueden explicar los proponentes de este nuevo Departamento del Gobierno vasco cómo prevén prevenir o reprimir una acción delictiva sin recurrir al empleo, proporcional y razonable, de la fuerza por parte de la Er-tzaintza?-, cabe pensar que, por ejemplo, entre el derecho de propiedad y el de los okupas hay un conflicto. Entre los manifestantes que legítimamente se manifiestan pero interrumpen el tráfico urbano y los ciudadanos que desean libremente desplazarse hay un conflicto. Entre el trabajador que opta por secundar una huelga y el que desea trabajar -por convicción o por necesidad- y se ve coartado o impedido por otros para el ejercicio de su derecho al trabajo hay un conflicto. Entre quien expresa libremente sus ideas y quien aprecia en las mismas una vejación, un insulto o una difamación hay un conflicto.
La vida social está en permanente conflicto. Para ordenar, pautar, prevenir y en su defecto corregir y reprimir conductas antisociales o que simplemente traspasan el nivel de protección de ciertos derechos ciudadanos no hay otra opción que el recurso al Derecho y a la autotutela de la Administración para garantizar esa paz social. Si hay abusos en el empleo de los medios que la Administración tiene a su disposición tenemos los tribunales para cuestionar su actuación. Cuestionar el modelo bajo el buenismo revolucionario de dejar todo el orden social a la autorregulación de los "agentes" sociales supondría el comienzo del caos, de la ley de la selva. Aquí no hay "proceso" que valga. A nadie, empezando por los er-tzainas, le gusta el conflicto social, tenga o no raíz política. A nadie le gusta reprimir ni emplear la fuerza para restablecer o reequilibrar la normalidad social ante un conflicto ciudadano, sea de orden público o de otra índole.
Madurar, también en política, significa que hay decisiones que no satisfacen a todos. Hay siglos de doctrina jurídica administrativista explicando que, precisamente para defender las libertades de todos, tiene que haber mecanismos que, de forma preventiva o ejecutiva, garanticen que nadie se tome la justicia por su mano o unilateralice su visión parcial de ciertos derechos, de forma que su elenco no vaya más allá de aquellos de los que él es titular. Esto es el pacto social. Lo demás es populismo hueco, vacío de verdadero contenido.