Ocurre a veces: las ideas cambian de carril y toman el rumbo del sinsentido. Es lo que ha sucedido en el caso de la Vía Muerta, un asunto para Hércules Poirot o, por decirlo en un tono más moderno, para Lisbeth Salander. No se alcanza a comprender cómo lo que se vendió como el bálsamo de Fiebrás (la purga del tío Benito, para quienes no han leído El Quijote de Miguel de Cervantes...) se ha convertido, del verano a la primavera, en una idea peregrina, una ocurrencia del momento. Ahora la culpa es de la Supersur, anteayer la madre de todas las carreteras, o del cambio de hábito: en 2011 no había crisis y la gente estaba todo el día de verbena, coche arriba, coche abajo, por la carretera.

No es criticable la búsqueda de una solución al eterno problema de la A-8, una autovía de vía estrecha para caudal de automóviles que corre por sus venas. No en vano, la humanidad ha avanzado por la vieja ley científica de la prueba-error. Otro cantar es no reconocer las consecuencias del intento fallido, no admitir que se desviaron antes los buenos propósitos que quienes debían utilizar el carril reversible, un adjetivo que lo misme sirve para una carretera que para la gabardina, el jersey o los calcetines de un pobre.

Ahora, al parecer, todo depende del estudio de los técnicos, esa rara avis que tiene la capacidad de dilatarse en el tiempo cuanto sea preciso, incluso hasta el día en que todo haya caído en el olvido. Es la santa paciencia de los técnicos la que se impone sobre el comezón y la inquietud de quien se ve atrapado en la telaraña de una caravana. Llegará el verano, cuando la gruesa lana se cambia por el fino lino pero no se irán los sudores, sobre todo, porque ellos tampoco tienen presupuesto para viajar muy lejos. ¿Cómo pensar que va a descender el número de visitantes a Castro o a Laredo cuando la visita sale mucho más económica que un viajecito a Menorca...? Yo intuyo que habrá más, más que nunca, y lanzo una apuesta de dos a uno. ¿Quién la coge...?