Las presidenciales estadounidenses de este año se perfilan cada vez más favorables al presidente actual -el demócrata Barack Obama-, pero aún así resultan apasionantes. Y es que en la precampaña republicana se puede ver como nunca el profundo y enconado mosaico político-moral de la sociedad estadounidense en sus luchas por el poder.
Desde la llegada de los primeros colonos ingleses a América, la sociedad del Nuevo Mundo padece una agonía interminable en sus intentos de encontrar un equilibrio entre sus creencias y sus conveniencias.
Ahora, en esta precampaña, el dilema se ve con sorprendente claridad en las primarias del Partido Republicano, que va dando bandazos entre los candidatos Romney, Santorum, Gingrich, y Paul. Romney, exgobernador de Minnesota es un mormón -millonario, éticamente intachable y de encomiable carrera política-; Santorum, exsenador, -un católico, de conducta moral irreprochable, una carrera política no tan brillante como la de Romney y un enriquecimiento cuestionado por más de uno-; Gingrich, antiguo presidente del la Cámara -un "inestable confesional", intelectual brillante, político de acusados altibajos y una vida personal muy criticada- es un orador brillante y hoy en día el único político republicano de primera fila capaz de ganarle a Obama en un debate público. Y Paul, un millonario ultraconservador, es el único candidato que hasta el día de hoy ha entrada en liza con un esbozo de programa gubernamental tan amplio como coherente.
Por carrera y afinidad con la cúpula del partido así como por su capacidad de acumular millones de donativos para la campaña electoral, el favorito era y es Romney. Pero..., pero Romney es mormón (creencia repudiada por la mayoría de los protestantes) y los afiliados del Partido republicano se permiten el lujo en esta primarias anteponer el corazón a la razón.
Hasta ahora los afiliados del partido han votado a impulso de cuestiones morales, olvidándose -o dejando para más adelante- apostar a ganador. En todas las primarias las claves -locales, evidentemente- han sido la posición de los candidatos en cuestiones éticas y religiosas como la legalización del aborto, el matrimonio de los homosexuales así como la conducta personal y política de los respectivos candidatos. Esto explica los bandazos que ha dado -y dará- carrera republicana de las primarias.
Esta conducta del electorado tiene varias explicaciones. Una es que dada la gravedad de la crisis económica, las alternativas en este campo no son muchas ni grandes.
Y ante la falta de incentivos en el tema decisivo de la inmensa mayoría de las elecciones -la economía-, el electorado ha dado rienda suelta a la gran pasión moralista del pueblo, una pasión que ha condicionado la vida política del país desde la llegada de los puritanos a Nueva Inglaterra en el siglo XVII.
Aquí hay que recordar que este maridaje político-religioso no es una excentricidad estadounidense o un sarampión moralista que rebrota de tanto en tanto. La minoría fundamentalista -el nombre viene de un tratado religioso The Fundamentals de un pastor baptista, A. C. Dixon, que intentó redactar una especie de Summa Theologica baptista- ha sido decisiva en las victorias republicanas de los últimos 40 años, porque su irrupción masiva en las urnas contrarrestó con creces la ligera querencia de las masas urbanas e industriales hacia la política demócrata, o sea la preponderancia del Gobierno federal en la vida cotidiana.
Quizá este año no se repita tal impacto electoral por la dispersión de sensibilidades y pasiones de los fundamentalistas republicanos, pero de aquí a noviembre pueden pasar aún muchas cosas.