Érase una vez una miniserie engendrada con retraso que solo podía existir haciendo equilibrios entre la verdad histórica y la veracidad conveniente. No trataba sobre un acróbata del circo, sino de un suceso que marcó la suerte del Estado español en los estertores de la dictadura. Le pusieron de nombre El asesinato de Carrero Blanco para acotar toda ambigüedad interpretativa, porque se recuerda más como un feliz y audaz tiranicidio que como un acto terrorista cualquiera. Y así, en este espeso hermafroditismo ético, entre el tácito reconocimiento de que ETA nos hizo un favor y el repudio de la mitificación del crimen, la película falleció ayer de levedad, por falta de vigencia y escrúpulos, como una pretenciosa anécdota.
El relato tiene demasiada piedad con Carrero, a quien presenta como virtuoso meapilas y rutinario gobernante, cuando en realidad fue lugarteniente de Franco y creador de los temibles servicios de seguridad. El prejuicio narrativo es que la víctima debe quedar exonerada de sus fechorías por su martirio. Parecida misericordia tiene con la policía franquista, cuyas salvajes torturas quedan muy desdibujadas. Lo demás es un sainete de tópicos al estilo de Cuéntame cómo pasó que se prolonga tediosamente hasta su culminación con la voladura del almirante, una imagen amortizada por la memoria colectiva. Hace treinta años la serie hubiera tenido sentido político y cumplido una necesidad pública. Hoy es un producto oxidado, un fósil de la mala conciencia de la transición y un paquete remitido desde España con portes debidos.
Después de ETB la serie debe emitirse en TVE, no se sabe cuándo. Quizás nunca, si no la programan antes de que el PP regrese al poder. Dudo de que los españoles quieran entender que de un atentado de ETA se obtuviese un beneficio democrático. Los oficiales que intentaron matar a Hitler son honrados como héroes en Alemania; pero en España la doctrina dominante considera hoy El asesinato de Carrero Blanco como apología del terrorismo. Y su única audiencia sería la Audiencia Nacional.