Hijo de una tierra que jamás ha valorado un regate inverosímil, ceñido a la cintura de la raya de cal, un tiro de precisión telescópica a la escuadra o un pase de cincuenta metros al pie, Benjamin Franklin parecía conocer a las mil maravillas el precio que hoy tiene el dinero en el mundo del fútbol. Al menos eso se deduce cuando se escucha el eco de aquellas rotundas palabras que sonaban algo así como (léase con voz solemne, voz de padre de la patria de los Estados Unidos...): "De aquel que opina que el dinero puede hacerlo todo, cabe sospechar con fundamento que será capaz de hacer cualquier cosa por dinero".
Treinta monedas de plata no pagan traición alguna en el mundo del fútbol. Son muy pocas. Quizás antes sí. Quizás en otro tiempo, cuando el amor a los colores no era, como hoy, una rara pieza de jade en el mercado persa del fútbol. Tal vez antaño sí que se hablase de futbolistas renegados, de mercaderes en el sentido más veneciano del término. Hoy, me temo, no hay corazón que valga. Manda el todopoderoso caballero y esa pasión se profesa, sobre todo, del césped hacia el cemento: con más corazón en las gradas que sobre el terreno de juego.
Volvamos a las palabras de Benjamín. Sale a la luz la posibilidad de que los directivos del Athletic cobren por serlo y habrá, sin dudarlo, quien se rasgue la vestiduras y quien insinúe -la socarronería a la bilbaina da frutos así...- que habrá en la junta quien elogie el retraso de la edad de jubilación. Desde los despachos de Ibaigane han puesto rápido el punto en la i: es una posibilidad irreal. Nadie se lo plantea. Merece todo crédito esa declaración de intenciones aunque, como en la vieja película de Billy Wilder, desde hoy podamos decir aquello de que la tentación vive arriba.
Se sostiene en el imaginario rojiblanco que el nuestro es un club singular, ajeno a las leyes de esa física usurera de medirlo todo en caja. Así fue antes y así debiera serlo ahora. Y viéndole al Athletic desatado de este año, a este equipo de las Doce Pruebas y las Siete Tormentas, arremeter, con un fútbol vigoroso y trepidante, contra las fortalezas continentales, uno cree que sí, que todavía hay un rincón en la Galia futbolística "donde unos locos irreductibles..." Lo creo como hay que tener fe, con el corazón. Creo que aún no pesa tanto la cuenta como la herencia, no tanto el dinero como el sentirse herederos del último fútbol romántico, dicho sea sin caer en la caricatura de los pisaverdes. Lo creo aún a expensas de las chanzas que me chistan por detrás. "¡Pareces Edadepiedrix!", me susurran los más incrédulos.
El dinero, sí. Lo entiendo. ¿Por qué no va a sembrar su codiciosa semilla sobre San Mamés si lo ha hecho sobre lugares tan sagrados como un laboratorio de investigación, un aula de enseñanza o los cerebros más privilegiados, puestos en fuga por unos dólares de más...? Porque el fútbol, visto desde el prisma del Athletic, ha de vivirse como una fábula. Y si es mentira que Fernando Llorente es un gigante que resiste el embate de los dragones de siete chequeras, si no es cierto que a Javi Martínez le empujan los alientos de sus predecesores en rojo y blanco; si uno no puede creer que Muniain es la reencarnación de Bart Simpson cuando dice cosas como "no sé por qué lo hice, no sé por qué me divertí, y no sé por qué volvería a hacerlo. Ella era dulce por fuera y venenosa por dentro..."; si no es posible imaginarse que todo el Athletic, en acordeón, sopla el viento del pueblo por su fuelle... ¿qué sentido tiene escuchar esta música y no otras?