Es un trabajo de chinos. Si es que esta expresión puede utilizarse hoy sin que caigan sobre uno todas las maldiciones posibles de los ultramontanos defensores de lo políticamente correcto. Lo que quiere decirse es que no resulta fácil, desde Bilbao, dar con la tecla que suene al compás de los gustos de Shanghai, donde va a presentarse la villa en todo su esplendor.
Quizás sirva el lenguaje internacional de las grandes gestas, ése que dice, por ejemplo, que el hombre que se levanta es aún más grande que el que no ha caído jamás. Bilbao, la ciudad que dobló la rodilla ante el mazo de la reconversión, se puso en pie y hoy se codea con París, Praga y Osaka, ciudades cinco estrellas. ¿Es Bilbao esa gran metrópoli de la que hacemos gala sus habitantes...? Esa es la pregunta que no queremos lanzar, no sea que la respuesta no coincida con nuestra opinión.
En esto de las discrepancias, no obstante, hay que tener manga ancha, pensar que es posible -y hasta legítimo, por muy bilbaino que se sea...- que haya enemigos de las opiniones de uno. Yo mismo, si espero un rato, soy capaz de pensar lo contrario de lo que pensaba. Nada hay más humano que la contradicción. Lo que en realidad quiero decir -¡ay, Dios mío, me estoy enredando!- es que la belleza que atrae rara vez coincide con la belleza que enamora. Los bilbainos estamos prendados de una ciudad que, probablemente, no sea la atractiva que salga a la venta en la Exposición Universal. El Guggenheim, la urbanización con criterio, los grandes cracks de la arquitectura, la gastronomía de altos vuelos, la naturaleza que nos rodea... Todos son argumentos de peso, universales. ¿Pero cómo vender el Athletic, las cenas en cuadrilla o ese aire de pueblo grande donde todos conocen a todos...? ¿Acaso es posible explicar en Oriente el misterio del poteo, la delicadeza del pastel de arroz o ese cariño por Gargantúa...?