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Morir con dulzura

Todos quisiéramos morirnos atándonos los zapatos, después de coger unos buenos y naturales tomates maduros en la huerta o tienda para la ensalada con aceite de oliva virgen extra y un poco de sal gorda. O tampoco estaría mal morir tranquilamente mientras escuchamos la sinfonía Romanza de violín y orquesta de Beethoven, al violín Jehudi Menuhin; pero lo más seguro es que eso no ocurrirá, porque la vida es mucho más enrevesada que eso. 

Sea como sea, no hace falta que nos pille confesados, como se decía antes, cuando los curas mandaban más que los políticos. Lo cierto es que aunque cumplamos 90 tacos, no nos queremos ir al otro barrio, porque tampoco sabemos si hay otro barrio y cómo se desarrolla la mañana, la tarde y la noche, porque nadie, que se sepa, ha vuelto a decir cómo va la cosa después de muerto. De cualquier forma, mejor que estemos cerca de la zona de morir dulce en algún hospital en el que nos atiendan profesionales que saben hacerlo de la mejor manera posible; mejor que en casa rodeado de los nuestros, pasando dificultades respirando mal para decir adiós, que a fin de cuentas es lo que decimos cuando nos vamos de algún lugar. Los faraones que llevan más de 4.000 años para llegar al inframundo, lo único que han conseguido es que les roben las semillas, el ajuar y toda la parafernalia que se prepararon para el viaje. 

O sea, que lo mejor es morirse lo mejor posible, con el menos sofoco y dolor posible. No pierdas el tiempo en ganar mucha pasta, porque al final, serás el más rico del cementerio. Disfruta y ayuda a los demás. Y si eres periodista, no vayas a Israel. Te matarán.