Su ciudad, Sevilla, dice adiós a María Jiménez , con tronío de feria de abril, en un coche de caballos. Una mujer que defendió la dignidad de ser mujer. Veo por televisión a toda Andalucía en una fila larga, para despedirla por última vez. Su hijo, el hijo que todas las madres queremos tener, atendió a cada persona, agradeciéndole su presencia. Con un abanico blanco en la mano, porque hacía mucho calor en la tierra de María Santísima. Queda un poco cursi -porque lo solemos hacer todos los periodistas, a veces con conocer al personaje un minuto- decir que pasé unas vacaciones con ella y su marido, Pepe Sancho. Por esas casualidades que ocurren sin haberlas buscado, el matrimonio buscó un crucero donde nadie los conociera y embarcaron rumbo a las islas Vírgenes. La vi, tomando el sol en cubierta, y me salió decirle hola. Se levantó de la tumbona y me dio un abrazo. ¡Qué bien alguien que hable como nosotros, hasta los camareros nos dan los buenos días en inglés! Lo que no sabía María es que también viajábamos un grupo de amigos y dos -Francis y yo- éramos periodistas. María, que buscaba el anonimato, se encontró con una sorpresa que fingió agradable. El buque no era grande y Francis y yo viajábamos con su hermano y su mujer. No lo dije nunca. En ningún momento se enfadó por seguir siendo popular en el barco. Fue una compañía deliciosa. Le dejamos con su intimidad -rota por nosotros- y su marido. Pero ni un día dejamos de cenar juntos. Pepe Sancho fue su gran amor, se besaban continuamente al margen de la gente. Tuvieron problemas, pero ella cantó, con lágrimas en los ojos, “ni me olvido de su cara, si tu cara ya no existe”.

 Cuando Pepe murió no se le conoció a ningún enamorado a su lado. Ella quería un hombre amoroso y que la mimara. No lo encontró.

¡Se acabó!