El verano da torrenteras mentales inimaginables, calor más de la cuenta, ruido, turisteo, que no respeta ni a Dios, aunque no se sepa donde está para increparle; ya que es, según dicen los curas, todopoderoso. Soy de los que en las fiestas me marcho de donde vivo habitualmente, porque no se puede aguantar los ruidos, la música y los borrachos que han traído de todo el mundo y todavía no han aprendido a beber, bailar, saltar y comer, convirtiendo en una tasca la ciudad y su casco viejo. Como se hacía cuando también nos emborrachábamos, bailábamos y comíamos en la fiesta, en nuestra fiesta. Y cuando había gresca entre gente les gritábamos “¡que se besen!, y ahora se pinchan el corazón o los riñones, porque salen a beber con la navaja puesta en el bolsillo o en la faltriquera y estrellan las botellas contra el suelo y las hacen añicos en miserable demostración de no se sabe qué. Así que nosotros nos damos la voleta, nos marchamos con viento fresco, o el que haya. Después del Pobre de mí volvemos a casa y cuando han dejado la ciudad limpia los basureros volvemos a ser felices y comer perdices o lo que sea. Triste final histórico de nuestra fiesta más querida en aras el negocio hostelero y el mundo al revés que se nos está intentando vender. Ya no se puede ir ni al Everest por la masificación. No digamos a Florencia, París, Roma, Amberes o el Kilimajaro. Pena, penita, pena, pena de mi corazón. Hasta la vista. Que tengas un buen día de verano, que no tiene por qué ser azul ni amarillo, simplemente verano luminoso.