Siempre me han atraído las tormentas y he ido a buscarlas, no como experimento científico sino como atracción personal; mojarme, chirriarme, sentir el viento mojado, desgreñarme, sentir su fuerza, la belleza de su fuerza. Es una atracción física, un cuadro en movimiento donde puedes colocarte dentro y tocar los colores, las pinceladas, el viento, el agua. Ya sé que muchos piensan que eso es de locos, como me decía mi madre, que ella tenía pánico a las tormentas. Nunca la entendí, porque los rayos, los truenos y el entorno han sido desde pequeño mi espectáculo preferido; más ahora que llueve poco y a destiempo y cuando lo hace estropea todo lo que pilla, por torrenciales, lluvias extremas. Es a donde hemos llegado, cambiando el tiempo. El señor que recoge las bolsas de los basureros, botellas y latas de las litronas y colillas del suelo, con el que suelo comentar el momento, vino rápido al verme bajo la lluvia para decirme que no cogiera frío y me abrigara y me explicó que un amigo de su padre hacía un año que estaba enfermo de bronquios porque un día cogió frío. No pude explicarle que me gusta el agua y las tormentas, porque habría pensado que era idiota.