La propina, cómo darla y cuánto, está suscitando controversia. La RAE en su primera acepción la define con claridad meridiana: Agasajo que sobre el precio convenido y como muestra de satisfacción se da por algún servicio. El primer requisito para que sea considerada como tal es que debe ser motu proprio, ni obligatoria ni inducida. No somos americanos y su concepto se sitúa en las antípodas del nuestro: No damos una propina pensando que su receptor no gana lo suficiente y con ella le ayudamos ya que ello la convertiría en limosna o complemento salarial, que suena más fino. El hecho de sugerirla de una manera maquiavélica, solapadamente, mediante alguna aplicación o con tarjeta mediante redondeo al alza tampoco va a cuajar, ya que la transmuta en algo prácticamente de obligado cumplimiento con lo que pierde su esencia, no garantiza que llegue a su destinatario final y para mayor inri va a ser objeto de la voracidad fiscal. Dejémonos de experimentos: Es una relación de cariño (quinta acepción de la RAE) entre el cliente y el trabajador. Ni el empresario ni Hacienda tienen vela en ese entierro salvo que lo que pretendan sea el fin de tan enraizada tradición. Por favor, no nos arrebaten la satisfacción de exclamar: ¡Lo que sobra para el bote! y que en algunos establecimientos incluso hagan sonar un cencerro cuando la propina es introducida en el recipiente: Todos contentos y satisfechos. En tierras del Tío Sam que hagan lo que les plazca pero hay costumbres que no se deben importar salvo que pretendamos despersonalizarnos y de paso ser asimilados. ¡Bote! Tolón, tolón.