Me monto en el bus. Buenos días, le digo al conductor. Me siento detrás de él. Según avanzamos por las siguientes paradas, se va subiendo más gente. Unas cincuenta personas. Solo cuatro saludan al subir.

Este asunto puede parecer de considerable nimiedad, y sin embargo yo lo veo de suma importancia. La sociedad se queja de la invasión de las nuevas tecnologías mientras ella misma se comporta como un autómata de acero inoxidable.

El conductor está durante todo su turno viendo gente pasar como si él no existiera, como si su servicio fuera irrelevante. Tampoco damos las gracias al salir de una panadería ni decimos hola cuando a las 8 de la mañana hay dos personas esperando para entrar en un mismo edificio a punto de abrir.

Esta actitud me recuerda a una roca en el río que conforme pasa la corriente de agua se va erosionando y haciendo más lisa; cuanto más tiempo pasa más difícil se nos hace interactuar entre nosotros. Decía Aristóteles que “el hombre es un ser social por naturaleza”.

Bien, dejémonos de tonterías de vergüenza ajena y volvámonos más humanos. Paremos de hacer como si nuestro círculo fuese el único que existiera y apaguemos el robot que llevamos dentro.