Ramón dejó la casa del pueblo cuando perdió a su Reme y tuvo gresca con la soledad. Habilitó un chamizo junto a sus aguacates. Ahorraba en palabras, compraba amaneceres, se doctoró en supervisión de estrellas y fue paciente del viento sur. Preparaba unos espetos con leña de sarmiento y sal gorda que hacían llorar. Y si no, te remataba con una sangría que siempre apurábamos contemplando las estrellas en noche abierta. Siempre en silencio. Sus nietos le regalaron una tele de las modernas y se ocuparon de la instalación. La ignoraba, como si fuera un bicho raro, mientras seguía fiel a su radio de un solo auricular, para los partidos del Málaga. En domingos dominicales vestía de bonito, acudía a misa y después del piscolabis, volvía a lo suyo. Conecté un día el cacharro y vimos la última de Misión imposible. No dijo nada hasta que acabó. Y entonces va y me suelta: "Joé, vasco, qué poco le ha pasaopa tó lo que ha corrío". La tele volvió al cajón, la radio me hizo un guiño, él volvió a sus aguacates y yo a la jungla. A veces, cuando contemplo las estrellas y sopla sur, no puedo evitar pensar en cómo sonaba la vida a bajas revoluciones. Y entonces me aseguro de que mi Sony de dial con rueda sigue en su sitio. Por si acaso.