En principio, al menos. Que nuestro esfuerzo, en un mundo cada vez más global, al servicio de las grandes corporaciones, se canalice en marcar aún más fronteras, siempre conflictivas, entre los pueblos, no me parece lo más acertado. Como no me canso de repetir, respeto y aprecio a los asturianos, andaluces, manchegos, castellanos y demás pueblos de la península. El problema son los españoles. Y su fobia enfermiza hacia las otras lenguas, culturas e identidades. No me importaría compartir futuro con nuestros vecinos, pero que no se llame España, ni ondee la rojigualda, ni nos ponga controles la Guardia Civil. La idea española nace con la Reconquista, crece con el Descubrimiento, y se hace mayor con el Alzamiento Nacional, dando lugar a un proyecto supremacista, impositivo y represivo; con el protagonismo de una judicatura, instituciones armadas, medios de comunicación y opinión pública de una talla democrática abisal, anestesiados hacia los derechos políticos ajenos, herederos de los mata moros, indios, rojos y separatistas, a quienes 40 años de democracia no han conseguido sacar del franquismo. Pretenden mantener encarcelados de por vida a los presos de ETA, pero se olvidan conscientemente de los verdugos fascistas, torturadores y terroristas de Estado; se indignan por los ongietorri a quienes consiguen salir por fin en libertad, pero aceptan con normalidad las misas en nombre del pequeño gran asesino del Ferrol; impiden la euskaldunización de la Policía Municipal de Irun, mientras dedican abundantes recursos a la alarmante (?) situación del castellano en Madrid; encarcelan a quien califica de ladrón al rey de los ladrones, pero no se inmutan si en un programa televisivo de máxima audiencia, se llama “hijo de puta” a un representante político vasco. Es la España del “¡A por ellos!”, el relato de un único terrorismo y las sanguinarias glorias militares de cadáveres olvidados en las cunetas y franquistas recordados en calles y monumentos. Un independentista no nace: se hace. Lo hacen los españoles.