Le cayeron siete, y cuando le dijeron que en dos le concederían en la condicional, visitó el fondo. ¿Cómo se hace pasar el tiempo más rápido? Y él, que se había releído media biblioteca, pero nunca había engendrado un solo texto, pensó que si para leer debía uno concentrarse, no digamos ya para escribir. Y le preguntó al director del encierrabobos si podía proporcionarle papel y boli. Y como el otro se le quedó mirando como quien lo hace esperando que caduque una hamburguesa de dos noventa y cinco con patatas y bebida, añadió: Que sea mucho papel y una caja de bolis. Y este hizo un mohín y le mandó a volar, como dicen allá en México. Y cuando ya veía todo el mundo desde abajo, el guardia de turno le pasó un fajo y dos BIC usados -que gente buena hay en todo oficio-, y entonces no le cupo el corazón en un cartón y le escrituró una parcela en su memoria. Se aisló y mantuvo la distancia social, como nos han enseñado. Pasaba horas en su mundo y solo salía en el turno de comidas y al patio, con permiso -con y sin mascarilla respectivamente-, a una hora elegida así, al tuntún, mejor cuando no hubiera nadie. El día que oyó ese cerrojo por última vez, le preguntaron qué quería hacer con tantos folios amontonados. Y él les contestó que era un regalo. Que quizás un día valdrían más que su peso en papel e ilusión. Eso les dijo, el tío. Unas doce olas de virus después, el día de su primera firma de libros en un café de esos tipo vienés -ya sabéis, donde la gente rara lee y se toma un café-, se le acercó aquel guardia con un ejemplar en la mano y en la cara una mueca amable. ¿Me lo dedicas? Te he dedicado el capítulo dos. Entero.