Aquel patio diminuto parecía sacado de un mal sueño de Papillon. El ventanuco era de madera tosca e irregular y de vidrio ajustado con masilla. Si te asomabas, olía a fritanga y al dulce de la resignación. Y en las noches de verano, los vahos subían en tirabuzones hilados con canciones que ya no se recuerdan. En primavera, en aquellos minutos, mientras el sol picaba en vertical, se daban cita los vecinos. Se hablaban, empatizaban, arreglaban sus problemas comunitarios y hasta improvisaron un bar. El sitio se hizo tan famoso, que se replicó en un plató y cuando alguien se bajaba de la noria, las inmobiliarias afilaban colmillos. La popularidad del patio trascendió al punto que se cotizaban a casi el doble los cuchitriles con vistas a él. Y es que hay patios y patios.