Mi aita falleció el 4 de abril. A mediados de marzo, se hicieron visibles en él los primeros síntomas del coronavirus. En vista de su estado, mi aita fue trasladado a Santa Marina, donde estuvo cerca de semana y media ingresado. Mis hermanas fueron autorizadas a visitarlo de una en una, durante los primeros cuatro días. Tenían que colocarse todo tipo de protecciones para no contagiarse y, por supuesto, no podían acercarse a su cama, ni darle la mano o un beso, con el gran impacto emocional que ello conlleva. El jueves 2 de abril le dieron el alta por encontrase estable y asintomático, y fue trasladado a una residencia diferente a la suya con pacientes también positivos, para evitar riesgo de futuros contagios. Durante los siguientes dos días, ante el confinamiento y la prohibición de poder acudir a la nueva residencia, llamamos insistentemente para conocer el estado de mi padre. Nunca hubo respuesta. El sábado 4 de abril, recibimos la fatídica llamada. Imagínense nuestro estupor... ¿No se encontraba estable y bien? Mi padre falleció solo, sin nadie a su lado a quien él conociera y le pudiera mostrar cariño. Creo en el buen hacer de los profesionales que estuvieron con él en su momento final. Les agradecemos su gran trabajo, y sabemos que en su desempeño deben cumplir escrupulosos protocolos de prevención. Pero, sinceramente, creo que se debiera haber avisado y permitido a alguien de la familia acompañar a nuestro aita en los instantes finales de su vida, por su bien y por el bien emocional y psicológico de todos nosotros. Nos desgarra el alma no haber podido estar a su lado en ese momento crucial y definitivo. Tampoco hemos podido despedir a mi aita como se merece: ni velatorio, ni homenaje, ni funeral… La inmensa sensación de vacío que te embarga y engulle es imposible de explicar.Ojalá nuestra traumática experiencia no se vuelva a repetir y se llegue a permitir la presencia de un familiar junto a su ser querido en el momento en el que cierra los ojos para siempre.