Ya había pasado la época en que nos exhortaban con vehemencia para evitar el contacto con libros de librepensadores no católicos, a los que se consideraba dañinos para la salud del espíritu porque contenían una especie de maligno ácido libraico, que consumido en fuertes cantidades podía originar trastornos graves en el lector menos formado, menos vigilante y advertido, menos católico, menos prudente.
En la cultura del nacional-catolicismo, en la sociología del franquismo, era una osadía distraer la conciencia social alejándola de las verdades de la fe, porque se consideraba que lo que era bueno para los estrategas de la dictadura, esto es, mantener al pueblo bajo el hechizo más costumbrista de la religión, no tenía más remedio que ser bueno para todos los que estaban bajo su dictado. 30 años después había profusión de libros esclareciendo y definiendo toda clase de problemas sociales, analizando causas, investigando hechos y tendencias, clasificando actitudes, vigilando el proceso educativo y la afirmación de valores. Un empirismo guiado racionalmente era el factor base del conocimiento aceptado y las verdades de la fe se habían convertido en suposiciones particulares basadas en creencias que siempre que estén obligadas a eludir alguna parte de la realidad, pierden su validez general.
Tras la elección entre esa oferta opípara de libros, cuyos autores eran defensores de la laicidad y profesores universitarios en su mayor parte, cada lector seguía unas pautas a la hora de ordenar e insistir en la lectura del importante número de libros ya seleccionados. Particularmente, yo seguía esta tríada poco conocida: a) libros con un capítulo a tener en cuenta; b) libros con dos capítulos a tener en cuenta; y c) libros con tres o más capítulos a tener en cuenta.