No hace tanto tiempo, sumar al proceso de construcción europea y, si me apuran, a la OTAN a aquellos países que llegaban tiernos a la democracia–ablandados a palos bajo regímenes totalitarios–, era el modo en que las democracias occidentales se daban estabilidad a sí mismas tras haber experimentado su desangrado autoritario por los ‘ismos’ –fasc, naz, comun– del siglo XX.

Cuatro décadas atrás fue el caso de España y Portugal; más recientemente, del bloque post soviético. Es fácil caer en la decepción y preguntarse hoy si la estrategia ha surtido efecto o ha introducido en el cuerpo europeo el mismo parásito. El crecimiento del apoyo popular –de quienes no vivieron la represión de los años 20 a 70 del pasado siglo– a los discursos de quienes aspiran a aplicar los ideales de la desigualdad y la superioridad, da para ponerse en lo peor. En Rumanía, acaba de producirse la victoria electoral de uno de esos políticos ultras que aspiran al marco de negocio que da la UE prescindiendo del marco de principios de convivencia, derechos y libertades que deberíamos haber blindado con más dedicación. Es curioso, pero el vencedor ha recibido el apoyo de cientos de miles de expatriados rumanos que no tienen intención de volver a su país a disfrutar de las consecuencias de su voto. Pero ahí están también Países Bajos o Italia, donde la ultraderecha gobierna y hace palanca contra la Unión de los europeos; o a Alemania, donde parte de la ciudadanía ha hecho suyas las ideas inconstitucionales de AfD hasta convertirla en segunda fuerza del país. Quienes han intentado desactivarla absorbiendo su discurso se han corroído hasta las entrañas. El apaciguamiento, no la defensa de los principios democráticos, aupó a los totalitarismos. Memoria.