ME resulta difícil comprender qué se la pasa por la cabeza, que expectativa tiene, quien convoca un acto como la manifestación de hace 15 días en Madrid –reproducida ayer en Barcelona con desembarco del Gobierno de Ayuso, entre otros– y luego pretende erigirse en adalid de la igualdad y la convivencia. La movilización de la derecha española, entregada a un concepto de Estado no ya decimonónico sino puramente imperial, fue un auto de fe contra la convivencia entre diferentes. El juicio público de los penitentes acabará, sí o sí, con los reos en la hoguera. La única diferencia es que reciban el tratamiento “humanitario” de ser estrangulados previamente en el caso de que abjuren, o ardan hasta la muerte si no ceden a la presión del tribunal inquisitorial y se reconocen pecadores arrepentidos.
Lo que hay tras el enfoque del nacional-derechismo español respecto a la diversidad de sensibilidades nacionales en el Estado es exactamente lo mismo. Los díscolos que profesan la fe en la soberanía de los pueblos vasco, catalán o gallego –pero no perdamos de vista que también andaluz o canario, si el desarrollo de su conciencia nacional se inflama hasta el desafío del relato sobre los 500 años de historia común española– tienen dos opciones. La primera es estrangular su reivindicación sociocultural y política, vertiendo su especificidad en el caldero de la sopa boba que reparten a discreción con la mezcla de guisos que compone el menú del convento regionalista, en el que la suma de sabores es la pérdida de todos ellos. La segunda es chocar contra la legión de inquisidores dispuestos a quemar en público toda sensibilidad nacional propia, esté o no dispuesta a convivir dentro o junto a la española. En la movida de ayer en Barcelona no hubo vecinos dispuestos a convivir con vascos y catalanes sino a someterlos por su bien. Núñez Feijóo está resultando ser Torquemada.