EL espectáculo está en todas partes y no hay espectáculo que más morbo provoque que aquel que tiene en vilo a la audiencia por la amenaza cierta de la muerte. El despliegue multimillonario de medios para buscar infructuosamente a los privilegiados aventureros del Titan nos tuvo la semana pasada pegados a las pantallas, con reposiciones de Titanic incluidas. Yo también quería un final feliz, el milagro de hallar la aguja del minisubmarino en el pajar del Atlántico, pero también he de reconocer que, más allá de la pura ansiedad que me produce que esté en juego una vida humana, no sentía demasiada empatía por la tragedia y sus circunstancias.

Debo ser muy mala gente porque tampoco me identifico con quienes se juegan la vida –ni siquiera con quienes la pierden– haciendo cola a 20 bajo cero para subir una escalera en el Everest. La aventura de lujo, el capricho de pagarse esa experiencia extrema me genera tanta mayor incomprensión cuantas más toneladas de basura se acumulan en los campamentos del Himalaya tras las ascensiones multitudinarias organizadas y pagadas a precio de obscenidad.

Llámenme demagogo si además introduzco la comparación odiosa de los medios que no se ponen, no ya para rescatar los cuerpos, siquiera para evitar el ahogamiento de miles de personas en el Mediterráneo. Ya sé que hay mafias que se aprovechan y sé que nuestro modelo de bienestar no es de chicle. Que no cabe todo el que quiera ni queremos que quepa cualquiera. Pero la experiencia de lo que hemos sabido y lo que no del hundimiento del Jónico, de las decenas de vidas que se perdieron en él hace diez días y, sobre todo, de su olvido inmediato, contrastan hasta la náusea con las biografías de los cinco desaparecidos en el Titan, de los análisis sobre su seguridad e, insisto, del despliegue de medios para salvarlos. Hasta para ahogarse hay que tener posibles.