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Erredakziotik

Olga Sáez

Jefa de contenidos de Lurraldea

De burros

Que Alemania haya rescatado a una docena de burros de la guerra en Gaza y los haya acogido en un zoo es, sin duda, un gesto loable. Habla de compasión hacia una especie en peligro de extinción, de una sensibilidad que ojalá nunca falte. Ya ocurrió algo parecido en Ucrania cuando asociaciones de animales intentaron sacar también a perros abandonados por la guerra. Pero resulta difícil leer esta historia sin sentir un vértigo moral. Mientras estos animales reciben cuidados, seguridad y un nuevo hogar, a miles de niños palestinos –cuyas vidas también están destrozadas por la violencia– se les cierran las puertas, se les levantan requisitos imposibles o simplemente se les deja esperar. Esperar a que en la mayoría de los casos mueran de inanición.

En uno de los artículos de un diario alemán que celebra la llegada de los burros cuenta que, “considerando todas las cosas terribles que han vivido, son increíblemente confiados” y que incluso “han florecido un poco”. Es imposible no pensar en lo que supondría ver esas mismas palabras aplicadas hoy en un medio alemán a los niños de Gaza. Sería casi revolucionario. Y ahí está el núcleo del problema: no en el rescate de los burros, sino en la asimetría moral que revela. Si podemos ofrecer refugio, ternura y futuro a unos animales traumatizados, ¿cómo explicar que no podamos –o no queramos– hacerlo por quienes más lo necesitan? La sociedad nunca deja de sorprender con sus burradas amorales.