Ocho años. Ese es el tiempo que una profesora de un centro educativo de Bizkaia ha soportado acoso sistemático por parte de algunos de sus propios alumnos. Ocho años en los que, pese a comunicar la situación al centro, nada cambió. ¿Cómo es posible que una comunidad entera conviva con el problema sin lograr atajarlo, pese a la gravedad? Se habla con frecuencia de la necesaria protección a los menores. Y es cierto: hay que protegerlos. Pero la protección no puede convertirse en una cortina de impunidad que permita que algunos de ellos —porque no son todos— se transformen en pequeños tiranos sin límites y sin consecuencias. También hay que proteger a quienes dedican su vida a educarlos. A una profesional que soporta acoso durante ocho años. Muchos crecimos en aulas donde la autoridad del profesor no se discutía. Hoy, en cambio, asistimos a un fenómeno preocupante: padres y madres que, en bastantes casos antes de preguntar qué ha ocurrido, dan por sentado que sus hijos “no son así”. La consecuencia es evidente: chicos y chicas que crecen sintiéndose intocables, amparados por un discurso que confunde protección con permisividad absoluta. Proteger a los menores no significa blindarlos ante toda responsabilidad, sino acompañarlos, educarlos y corregirlos. Hay que intervenir antes, actuar con firmeza y exigir responsabilidad tanto a los menores como a sus propios tutores legales. Porque cuando el silencio se prolonga ocho años, no es para nada un acto inocente: es un silencio que educa monstruos.
- Multimedia
- Servicios
- Participación