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Más allá del clima y los pirómanos

Este verano, otra vez, el fuego ha sido protagonista. En pocas semanas, más de 80.000 hectáreas han ardido en distintos puntos del Estado, con especial crudeza en Galicia, Castilla y León, Aragón y Canarias. Miles de vecinos han tenido que abandonar sus casas a toda prisa, algunos han perdido cultivos y explotaciones enteras, y otros regresan ahora a pueblos que apenas reconocen, rodeados por un paisaje de ceniza. Cada gran incendio ha ocupado portadas y telediarios, y con ellos ha vuelto la búsqueda inmediata de responsables. La discusión pública, sin embargo, se ha reducido a un dilema tan cómodo como falso: ¿la culpa es del cambio climático o de los pirómanos? Esa simplificación resulta tentadora, pero insuficiente. Lo cierto es que explicar por qué arden nuestros montes exige mirar un entramado de factores mucho más complejo y, sobre todo, menos útil para la pelea política.

Es indiscutible que el cambio climático ha alterado las condiciones en las que se desarrollan los incendios. Los episodios de calor extremo son más frecuentes e intensos, las sequías prolongadas reducen la humedad de los suelos y la vegetación se convierte en un material inflamable que prende con rapidez. Pero atribuir el problema únicamente a este fenómeno global sería tanto como aceptar que poco podemos hacer, salvo esperar lo inevitable. Y no es así. La acción humana, directa o indirecta, está en el origen de la mayoría de los fuegos. A veces es negligencia –una chispa de una máquina, una barbacoa mal apagada, un vertedero sin control– y otras, efectivamente, son actos intencionados. El delito de incendio existe porque hay quien, por motivos que van de la venganza a la especulación, decide provocar el desastre.

Sin embargo, ni la explicación climática ni la criminal cubren la totalidad del problema. Durante décadas, el abandono del medio rural ha dejado miles de hectáreas sin cuidados ni aprovechamiento. Donde antes había pastoreo, cultivos o cortas de leña que mantenían limpio el monte, hoy se acumula una masa forestal densa y desordenada. La despoblación convierte vastas zonas en territorios sin vigilancia ni actividad, donde un descuido mínimo puede transformarse en tragedia. A ello se suma una planificación urbanística que, en ocasiones, ha permitido que viviendas e infraestructuras se sitúen en áreas de alto riesgo, multiplicando los daños cuando llega el fuego.

El problema, por tanto, no cabe en un eslogan. Y, sin embargo, la discusión pública se aferra a ellos. Unos señalan al clima para subrayar la urgencia de la transición energética; otros hablan de pirómanos como si el mal fuera solo individual y no sistémico. Esa reducción no es inocente: la simplicidad ayuda a reforzar relatos políticos, pero poco contribuye a que el monte se regenere o a que las comunidades afectadas se sientan atendidas. Al contrario, aumenta la frustración de quienes ven cómo se queman sus tierras, sus casas o su medio de vida mientras escuchan debates estériles en televisión.

Los vecinos de las zonas afectadas suelen ser los grandes olvidados en este intercambio de acusaciones. Son ellos quienes pasan noches enteras achicando fuego con cubos o protegiendo con mantas mojadas lo poco que queda en pie. Y también quienes, al terminar la emergencia, se sienten abandonados por las administraciones, perdidos entre trámites de ayudas, promesas de regeneración que tardan años en cumplirse y la sospecha de que, al final, nadie se hará cargo de reconstruir lo perdido. La rabia de estas comunidades no proviene solo del fuego, sino de la sensación de soledad.

Resulta imprescindible salir del bucle de las culpas parciales y abordar los incendios desde una visión integral. Eso implica reforzar los medios de prevención y extinción, sí, pero también recuperar la gestión activa del territorio: incentivar el uso agrícola y ganadero, promover planes de limpieza y aprovechamiento forestal, ordenar urbanísticamente las zonas de riesgo y dotar de recursos estables a las brigadas rurales. No se trata de elegir entre clima o pirómano, entre negligencia o abandono, sino de asumir que todos estos factores se cruzan y agravan.

El verano de los incendios es ya una realidad recurrente. Lo que falta es una política que deje de usar el fuego como arma arrojadiza y lo entienda como un desafío colectivo, complejo y duradero. Porque mientras discutimos si fue el calor o la cerilla, los bosques desaparecen, las aldeas se vacían y la desesperanza prende con la misma rapidez que las llamas.

* Periodista