Los padres reparadores de Puente la Reina y de Alba de Tormes fueron quienes me metieron en vereda en mi época moza, durante los seis años de internado que pasé en ambos centros. Al parecer, iba predestinado para obispo, ahora que estamos en vísperas de sustituir al papa Francisco. Pero los lloros de mi difunta madre, que creía quedarse sin su único hijo varón, y la mediación de mi hermana Nerea hicieron que volviera a casa. Allí comenzó la segunda parte de mi carrera de perdición.
Aun así, algo quedó, y por eso sé que ahora estamos en la cuaresma, uno de los tiempos del año litúrgico, un momento de reflexión que llama a convertirnos y volver a Dios, además de ser un tiempo apropiado para purificarnos de las faltas. O sea, más allá de lo que diga Wikipedia, es un tiempo de arrepentimiento por los pecados y faltas cometidas y para, entre usted y yo, volver, tras la buena vida del carnaval, al carril de la vida buena.
Algo parecido intuyo que les ocurre a los ganaderos de vacuno de leche que, al menos en mi cercanía y más allá de lo que pueda ocurrir en algunas latitudes, no están pasando una “mala racha”, que diría mi mujer, en vez de reconocer que están transitando por una buena racha. Según se mire, que diría aquel.
Los ganaderos de leche, que trabajan como mulas más horas que el reloj, en estos momentos están percibiendo un precio por su leche que se acerca o incluso sobrepasa el umbral de costes de producción (imputando el salario del ganadero). Además, perciben ingresos por sus mamones y por las vacas de desvieje.
Estar cubriendo costes y obtener beneficios por el cobro de ayudas europeas, será por falta de costumbre o no sé por qué, pero la cuestión es que los ganaderos se sienten bien, aunque raros, con una sensación desconocida que pocas veces habían experimentado en los últimos años. Es por ello que, acostumbrados a trabajar a pérdidas, tienen el cuerpo “raro, raro”, que diría Papuchi, y el alma desconcertada por esa sensación que les invade de estar haciendo algo malo y de que, más pronto que tarde, deberán pagar por sus pecados y hacer penitencia. Algo muy de cuaresma.
Las personas que los rodean también andan raras, andamos raros, diría yo, pues se nota que la gente está más tranquila, aunque extrañada, con ganas de invertir en maquinaria o instalaciones. También hay quienes están engordando la libreta para cuando vengan las vacas flacas y volvamos a las pérdidas. Como decía, los técnicos, los comerciales de maquinaria, las casas de pienso, etc., están más alegres. Muchos de ellos, además, creen que los ganaderos están ganando lindamente y que, por lo tanto, ese beneficio también debiera revertir en sus negocios.
Ahora bien, pocos caen en la cuenta de que esos números cuadran porque, como decía, los ganaderos trabajan de sol a sol, con una jornada anual de aproximadamente 3.500 horas. Si dividiéramos esa jornada en jornadas estándar de unas 1.800 horas, veríamos que, actualmente, un ganadero de leche hace el trabajo de dos personas. Por lo tanto, si dividiésemos los ingresos de la misma explotación entre el doble de personas a retribuir, mucho me temo que volveríamos a entrar en pérdidas.
No se trata de doblar el personal de todas las explotaciones actuales, pero sí de reflexionar al respecto. Si las jornadas laborales de los ganaderos actuales son tan amplias, será harto difícil atraer a los jóvenes, sean de la familia o de fuera, teniendo en cuenta que los jóvenes actuales valoran mucho -muchísimo, diría yo- cuestiones como el tiempo libre para el ocio, la conciliación familiar y social, etc.
Y todo ello, en un momento en el que encontrar gente joven para trabajar en las explotaciones lecheras es algo complicadísimo. Por ello, creo que la rentabilidad de las explotaciones y el precio que perciben nuestros ganaderos -y que tanto fastidia a algunos- son la base que debe permitir incorporar jóvenes con jornadas más flexibles y más cortas, incluso humanas, me atrevería a decir yo. Nuevas formas de organización en las explotaciones o, en su caso, la incorporación de tecnología y equipamientos que faciliten las labores y, por lo tanto, disminuyan la necesidad de mano de obra.
Si no hay precio, no hay rentabilidad; y sin rentabilidad, no hay posibilidad alguna de repartir la carga de trabajo entre más personas para vivir mejor o de invertir en equipamientos y tecnología que alivien las tareas del día a día.
Es por ello que, recordándoles que estamos en cuaresma, debemos asumir que la “situación rara” que algunos sienten no es nada malo ni pecado, sino todo lo contrario. Debería ser la norma habitual, siempre y cuando queramos todos -ganaderos, cooperativas, industrias y distribución- seguir contando con un sector ganadero en el futuro.