Es posible que solo el sobrio encabezamiento de cuanto sigue sea en sí mismo una alerta o un temblor embrionario de algo que augura un mal definitivo.
Imaginen a alguien que ha sido su vecino, su amigo o su compañero de colegio, o imaginen a un hombre cualquiera, llegado de un dolor seguro y de un desgarro más seguro aún. Imaginen a esa persona asida a una bolsa de plástico manido que contiene una muda también muy manida y un par de latas de conserva. Qué sé yo. Imaginen. Cae la noche en Pamplona y el frío se envalentona y escarcha. Llueve, y es una lluvia lánguida y persistente. El hombre se sienta bajo un porche cualquiera y espera. No tiene un techo que lo cobije. Imaginen qué haría cualquier antepasado nuestro, un neandertal. Qué haría. Buscaría su cueva de manera inmediata y haría un fuego potente con pirita y hachas de mano. En esa acción –que por fuerza sería inmediata e instintiva– le iría la vida. También este hombre solo, que conocimos en la escuela o ha llegado de cualquier lugar y que también reconocemos –o no– es un ser humano con la misma dignidad que uno mismo. Que se ha refugiado en el porche porticado y que, caída la noche gélida, nadie mira ni nadie ve. Durante el día, tampoco nadie lo ve. Es la personificación de la intemperie, y la intemperie produce pavor, horror, miedo ancestral. Uno huye de la intemperie que, además, es angulosa y tiene muchos vértices: el frío físico, hiriente hasta la congelación y la muerte, el desamparo vital. La vida negada por exclusión, el deterioro psíquico, porque ese hombre piensa que no vale nada, que no es nada, que es menos que nada. Está tiritando bajo el porche porque no tiene techo. Pamplona duerme como duermen todas las ciudades, como quizá todavía duerma su madre, si es que vive, si es que sobrevivió. Piensa el hombre que el techo debiera venir con el propio nacimiento que, por otra parte, nadie pidió. Si estamos aquí, si somos habitantes de la tierra, tenemos el derecho intrínseco a un cobijo. Esto debiera ser algo inapelable. Nadie puede poner clase alguna de precio al cobijo. Nuestro antepasado no lo entendería. Nosotros –si somos sinceros– tampoco.
El hombre de los portales se acurruca desde sí sobre sí mismo. No tiene otra opción. Quizá al lado de su efímera posición está el Café Iruña, y quizá, sólo quizá, puede oler la delicia inverosímil de la última cena servida. Servida a personas como él que ahora mismo duermen en sus camas ahítas en un calor tibio e inmaculado, que quizá estén inmersas en sueños de una niñez donde había un colegio y un amigo que era él mismo. Así son las cosas.
Se ha dicho que la juventud es la esperanza de un país, de un pueblo. De cualquier país, de cualquier pueblo. Aquí, desde donde escribo estas líneas, un joven, cualquiera de nuestros hijos, no puede vivir su vida porque podría rápidamente encontrarse en la misma situación que el hombre de los portales. Debe endeudarse para toda su vida si cuenta con una situación laboral y avalística óptima. Si no es así, y casi nunca es así, debe permanecer con sus padres sin horizonte alguno de redención. Sí, porque la emancipación es redención y precisa de ese cobijo imprescindible que debiera venir con el propio nacimiento. Y no viene. Nunca. O casi.
Amanece en Pamplona o cualquiera de las capitales o pueblos de Euskal Herria. El hombre de los portales yace tumbado sobre el asfalto helado. Mantiene sus dedos asidos a la bolsa de plástico que no lo ha cobijado un ápice. Que lo ha matado. El sol se despereza. Nada más que decir. Absolutamente nada.
Escritor